(por: Alberto a. Arias)
Nada como el Hoambre. Nada como sus dientes de brillo polar en la sombra de los arbustos de odio. Cuando el Hoambre se echa a las veredas, con su rostro de fiera, con sus manos de vándalo, con sus uñas del espesor del cristal, con sus nubes y sus torbellinos de exhalaciones de fatiga, con su languidez de alma descerebrada, con sus costillas de restos de pescado, con sus pelos erectos por el discurso de una sangre que bulle, con sus pasos de felino enjaulado, con sus hombros de edificio envuelto en niebla, con sus pensamientos animistas que dan color, olor y sabor a todo objeto en todo trance, con sus glándulas dilatadas como sábanas, con su cráneo lleno de almendros en flor, con sus entrañas atadas a un hilo que cuelga de un palo de escoba, en fin, cuando, con su lengua de alfombra, con sus ojos en almíbar, con sus tumefacciones a la canela, con sus dedos de plátano, con sus órbitas de plato playo, se echa a las veredas de la civilización, el Saciado, de vientre barrigón, se sumerge en el baúl de los antepasados porque busca las armas medievales de unas creencias más efectivas que las actuales a su disposición, que sean capaces de convencer de la voluntad naturalmente justa de Dios y de que no es tal su apego a la injusticia, al propio Hoambre, que persiste en su búsqueda. Pero el de vientre barrigón nada encuentra. Por el contrario: los esqueletos de encaje, los espejos embrujados, los candelabros en que anidan arañas milenarias, los manuscritos reales que testimonian aquella época, le hacen perder definitivamente la paciencia, el orgullo y toda su capacidad de reacción, y opta por encerrarse bajo llave en ese baúl flotante y de ensoñación, a la escasa luz de claraboyas marchitas.
Es el momento en que el Hoambre encuentra la vivienda del Saciado y de una patada derriba los portones estatuizados cuyos leones ya no pueden sonreír. Al entrar en la mansión, el Hoambre lanza miradas de fuego de artificio hacia todos lados: reluce el mármol, se desprende el eco de las telarañas de los sonidos en cuarentena y una flota de mesas pulcramente servidas aparece entre los destellos que atraviesan la sala. Ávidamente se abalanza sobre los manteles de hilo, pero observa Hoambre furioso esos platos vacíos: ¡nada! ¡nada de nada! ¡la voracidad de los saciados! ¡las huellas de la saciedad! Deberíamos haber nacido de una madre dragón y de un padre chacal para atrevernos a observar con calma, sin que la piel de puma se nos exaspere, la reacción del Hoambre ante semejante provocación. Corre. Sube las escaleras resbaladizas de los nobles. Corre. Deja atrás los pasillos en que los candelabros de los siglos hacen guiños y amenazan con apagarse. Corre, corre. Ignora en su corrida los retratos de los aristócratas que aprietan las mandíbulas y maldicen la profanación. Corre, corre, corre. Ignora las súplicas de esas madres que se le atraviesan con cruces de barro envueltas en llamas –o las cruces o las madres–. Corre, corre, corre, corre. Llega por fin al desván en cuyo centro el baúl de los antepasados lo espera, turbio ataúd que prepara la tempestad, descansando sobre su vientre de gran cerdo.
En la comodidad neyorkina del desván el Hoambre se siente incómodo como sobre un océano sin consistencia. Eso acrecienta su furia. Con la certeza de que el Saciado, de dedos espantados y ojos temblorosos, espera allí dentro el golpe final, y más que seguro de su propia fortaleza, fortaleza extraña cuya debilidad radica en sus orígenes de sequedad e inanición, en la pérdida constante y progresiva de su capacidad intelectual, en su amargura alimentada de idiotismo, en la trampa final de un crecimiento inverso, el Hoambre traspira toda su melancolía y su disgusto, un instante antes de destrozar los cerrojos. Llora y ríe a la vez, porque su pasado y su futuro chocan en el cerebro apelmazado de su cuerpo de última hora: entonces se decide a abrir el arcón en que el Saciado se oculta.
Al abrirlo recibe entre ceja y ceja un disparo de arcabuz del siglo XII. Permanece de pie. Instigada por el Saciado, una jauría de bulas salvajes salta del baúl a sus brazos, para roerlo. Permanece inmóvil como un prócer, como un mártir, como un héroe que no quiere ser. Pero después, con los ojos sin mirada, perdiendo por la nariz su líquido negruzco, el Hoambre cae, hacia adelante, sobre el Saciado, y juntos ruedan hacia el fondo del arcón, mientras el viento del nuevo día cierra de un solo golpe la pesada tapa, que ya no se volverá a abrir porque pesa lo que una pesadilla, o todavía más.
(1978)
Alberto a. Arias
(publicado en “Actas del Hoambre”, 1990)
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