jueves, 25 de junio de 2020

Pandemia, literatura, realidad





                               
    Desde siempre, literatura y realidad se han cruzado y confundido. ¿Tiene la literatura un carácter revolucionario per se? Por supuesto que no. Hay escritores y obras que sirven al orden existente y hay escritores y obras que buscan su subversión o, muchas veces, sin proponérselo expresan la subversión que anida en la realidad. ¿Cómo distinguir tal cosa? No existe método para esto.
    Hay escritores (y artistas de todas las disciplinas), incluso reaccionarios, que dejaron obras fundamentales. Y hay escritores (y una vez más artistas…) mediocres que se llaman ´progres´ o ´revolucionarios´ que hacen vulgaridades o mamarrachos que un verdadero revolucionario jamás recomendaría. No hay una norma preestablecida para dictar qué es bueno o qué es malo en literatura. La validación la dicta la llamada ´opinión pública´ en su acepción más elemental y obvia. Vargas Llosa, por ejemplo, se inició muy joven como un hombre de izquierdas y como tal se consagró con un libro grandioso, Conversación en la catedral. Hoy es un reaccionario, que sirvió incluso como candidato presidencial de la derecha peruana pocos años atrás, pero nadie podría negar la calidad de su prosa, incluso hasta en sus obras más pobres o donde su impronta política es más marcada. Hasta en algunas de estas obras, como es el caso de La Historia de Maita, en que Vargas Llosa ridiculiza a un trotskista peruano gay (y que remite a la historia real de un dirigente histórico del trotskismo peruano de los años ´60) Vargas Llosa deslumbra.
    Reivindicamos la literatura en mayúsculas como testimonio de la realidad y del mundo para transformarlo. Más allá de las ideas de un artista, como respondió Martín Kohan recientemente en una muy buena nota, de Fabiana Scherer en La Nación revista, titulada “Crímenes y Pecados” sobre si “¿es posible separar la obra del artista?”, pensamos como Martín: resulta “indispensable separar al artista de su obra”. No se puede juzgar a un autor fuera de su época, de su entorno, de las contradicciones que lo determinan. Gustave Flauvert en la Francia de mediados del siglo XIX, Oscar Wilde en la Inglaterra victoriana o Manuel Puig tan solo 50 años atrás, en nuestro país, fueron atacados y censurados por sus contemporáneos. Se revelaron, sin embargo, como geniales autores que celebramos hasta nuestros días.

Pandemia y Literatura

    Pocas veces la realidad ha sido retratada en tiempo real por hombres de letras en forma tan cruda como estos días. El premio Nobel (2006), Orhan Pamuk, denunciante del ´negacionismo´ de su país, Turquía, ante el genocidio del pueblo armenio (y kurdo más recientemente) –perseguido y censurado por esto– nos deleitó con un excelente y largo texto, “Lo que las grandes novelas sobre pandemias nos enseñan”, que en Argentina reprodujo La Nación (16/5). En ese texto OP nos familiariza con textos memorables del inglés Daniel Defoe (“Diario del año de la peste”), del italiano Alessandro Manzoni (”Los novios”) y del argelino-francés Albert Camus (“La peste”), entre otros, para graficarnos cómo en la historia desde el medioevo en adelante “la literatura sobre plagas y enfermedades contagiosas presenta el descuido, la incompetencia y el egoísmo de los que están en el poder como únicos instigadores de la furia de las masas”.
    En particular, Pamuk, citando a estos autores descarga toda la furia contra “las instituciones de la religión organizada”, que en aquellos tiempos como ahora “no parecen saber cómo lidiar con nada”. En el medioevo y hasta tiempos relativamente recientes “en un mundo sin diarios, radio, televisión ni internet, la mayoría analfabeta no disponía más que de su imaginación para discernir dónde estaba el peligro, su gravedad y el grado de tormento que podía causar. Esa dependencia de la imaginación daba a los medios de cada persona una voz propia, que los teñía de un tono lírico: localizado, espiritual y mítico”. Pamuk indica que hoy esos temores se “amplifican (por) las mentiras” de los “medios populistas de derechas”. Trump, por ejemplo, a quien Pamuk no cita expresamente, pareciera retornar al misticismo de los siglos XVII y XVIII, “cuando la frontera cultural y antropológica entre los dos mundos (Occidente y Oriente) la marcaba la peste, así como el hecho de que era mucho más probable contagiarse al este del Danubio”. Ahora que ocurre lo inverso, Pamuk tiene el cuidado de no enrostrárselo al ´bárbaro´ que lidera Occidente; pero llama la atención que incluso en su oriente particular –gobierna un musulmán que retrotrajo a Turquía a tiempos anteriores a la revolución democrática de Atartuk–, Erdogan se vio obligado a adoptar “una actitud laica, ha prohibido los funerales por los que han muerto de la enfermedad y ha tomado la rotunda decisión de cerrar las mezquitas los viernes, cuando los fieles, normalmente se reúnen en grandes cantidades para la oración más importante de la semana”.
    Siete días después, el mismo diario reprodujo textos de dos grandes escritores latinoamericanos, que ilustran la realidad de México y Nicaragua y en el caso del primero, Juan Villoro, la de EE.UU., donde residió seis meses hasta bien iniciada la pandemia.
    Sergio Ramirez informa cómo el ex ´izquierdista´ y guerrillero, Daniel Ortega, devenido en un agente dilecto del FMI y devoto cristiano, sostenido más que en cualquier otra institución en la iglesia vaticana, sobresalió en los inicios de la pandemia con la especie de “que el coronavirus era una enfermedad de ricos ociosos”. Su gobierno presentó la pandemia “como una lucha de clases sanitaria, (el deber revolucionario era) Negar que exista (la pandemia); (en cambio) prevenir contra su diseminación, (era) una maquinación de la derecha. En los centros de salud se llegó a prohibir que los médicos y enfermeras usaran guantes y mascarillas… porque eso era crear alarmas innecesarias. Y también se advirtió al personal no dar ninguna información sobre la enfermedad, para no crear un estado de histeria colectiva… (Ahora) mientras el mal es declarado inexistente, los hospitales se hallan abarrotados de pacientes que cuando mueren no pueden ser velados y deben ser enterrados sin acompañamiento familiar, bajo vigilancia de la policía. Y el temor a la represión se extiende, porque hablar del virus puede convertirse en un acto subversivo. Los deudos de los muertos prefieren callar”.
    Lo que diferencia a Ortega de Bolsonaro es “El mecanismo de la falsificación de la verdad… el mismo que fue utilizado a raíz de la represión que dejó centenares de muertos en las calles hace dos años… Recientemente 645 profesionales de la salud, todos especialistas reputados que prestan sus servicios en clínicas y hospitales, y en consultorios privados, firmaron un documento público de denuncia, con el respaldo de todos los gremios médicos”.
    La mirada de Juan Villoro sobre la realidad de la pandemia en México y EE.UU. llama la atención sobre conductas igualmente irresponsables de Trump y AMLO. Ambos países están en el ´top five´ de los países afectados en la región. Dice Villoro: el distanciamiento social no debiera ser motivo de problema en EE.UU. “La vida estadounidense –dice– no se caracteriza por sus contactos físicos: si dos personas se abrazan y palmean en las mejillas, no parecen seres afectuosos sino miembros de la mafia”. Villoro, quien residió en San Francisco, comenta: allí, en marzo “las noticias de la pandemia eran tan graves que estimularon teorías acerca del deseo del gobierno de propagar el miedo para someter a la población y se disparó el número de personas que compraban armas por primera vez. No pensaban combatir el virus de ese modo, sino los efectos que podía tener en una sociedad dividida. En México, el presidente aplicó la política opuesta. Llamó a que la gente se siguiera abrazando y recomendó usar un ´detente´, señal preventiva con la que los justos contienen al demonio. Al día siguiente, las calles se llenaron de estampas llamadas ´detente´. Hugo López Gatell, médico encargado de conducir la crisis … adoptó una conducta esotérica al describir al presidente como una ´fuerza moral´ incapaz de contagiar a alguien o de contagiarse… Expertos en salud han dicho que las cifras de contagio son 8 a 30 veces superiores a las que reconoce el gobierno…”. En EE.UU. –insinúa Villoro– podría estar ocurriendo lo contrario: “los hospitales reciben más dinero de Medicare por acercar casos de Covid-19. Hablé con un empresario digital de San Francisco dedicado a elaborar programas para hospitales y le pregunté si esto era cierto. Respondió: ´ciento por ciento´. En México los datos parecen difuminarse; en EE.UU. parecen exagerarse. Si algo unifica a ambos países es la desconfianza general y las interesadas reacciones de la oposición”.
    “El periodismo se ha vuelto más necesario que nunca –dice Villoro–, pero debe sobreponerse al sistemático ocultamiento de la información. En la lúgubre utopía de 1984, una palabra desaparece del vocabulario: ´ciencia´. En tiempos del coronavirus, esa palabra cobra fuerza ante una ideología que pretende descalificarla”.

“¿Dónde están los intelectuales, las voces críticas de esta época?”

    Pero si alguien sorprendió con una reflexión filosa fue Alberto Manguel, el ex director de la Biblioteca Nacional en la primera etapa del macrismo, un hombre de una inmensa versatilidad, autor de un texto ya clásico y universal: Una historia de la lectura. Manguel nos despabila con una reivindicación magistral de Rodolfo Walsh y su famosa Carta a la Junta Militar para acusar “la falta de fe en la palabra” en el siglo XXI: puede parecer exagerado, pero Manguel sostiene que “prácticamente por primera vez en la historia se ha dejado de considerar en general el lenguaje como instrumento de la razón que nos permite valorar y transmitir la experiencia de la forma más exacta posible” (La Nación, 5/6).
    Manguel retoma, como Villordo, la importancia del periodismo y cita al “periodista de The New York Times Charles Blow” quien “preguntó a sus conciudadanos en un editorial reciente: ´¿Dónde estaban ustedes cuando flotaban los cadáveres en el río Bravo? ¿Qué dijeron cuando este presidente (Trump) se jactó de abusar de mujeres y defendió a los hombres acusados de hacer lo mismo? ¿Cuál fue su reacción cuando dijo que entre los nazis había personas excelentes? ¿Dónde estaba su indignación cuando la gente moría a millares en Puerto Rico?´”. Manguel no se priva de citar a Marx, a Gramsci y a Said, de quien cita su concepto de “intelectual, en el sentido que yo lo entiendo –son palabras del palestino–, no es un pacificador ni un constructor de consenso, sino alguien que se compromete y arriesga todo su ser sobre la base de un sentido crítico constante, alguien que rechaza a cualquier precio las fórmulas fáciles, las ideas preconcebidas, las confirmaciones complacientes de las opiniones y actos de los poderosos y otras mentalidades convencionales”. Manguel no es un marxista pero nos sorprende con esta reflexión: esa condición intelectual “no es una prerrogativa exclusiva de escritores reconocidos como Zola o Locke: cada ser humano debe ser capaz de un pensamiento universal. A menudo el intelectual notable es gente común y corriente que no posee lo que podríamos llamar una voz profesional. Son hombres y mujeres que pueden no ser conscientes (en general no lo son) del papel que asumen, personas comunes que hablan desde un núcleo ético, testigos críticos naturales de su tiempo”.
Para que la literatura sea patrimonio universal necesitamos la revolución
    Por un lado, tomando a Villoro podríamos parafrasearlo –con todo respeto– diciendo que bajo una sociedad socialista la ciencia no será instrumento para el dominio del capital sino de las necesidades populares, ni ninguna ideología podrá socavarla. Por el otro, citando el final del texto de Orhan Pamuk, “Para que de esta pandemia surja un mundo mejor, debemos abrazar y cultivar los sentimientos de humildad y solidaridad engendrados por el momento que vivimos”, decimos que OP quizás coincida con nosotros en que la historia de la última centuria, por lo menos, tuvo momentos de sobra de esos sentimientos.
    Lo que falta es una dirección revolucionaria, socialista, capaz de sortear todas las trampas que la burguesía y el imperialismo han puesto en el camino a ese objetivo. La literatura con mayúsculas será siempre un aporte en esa senda.
    El día que la humanidad deje de ser el reino de la explotación del hombre por el hombre la literatura dejará de ser goce de minorías ilustradas para estar a disposición del disfrute de las grandes mayorías. En Latinoamérica, pasaremos del ´boom´ de los autores que llevaron a nuestra literatura a ser un fenómeno mundial, como ocurrió en los 60/70 del siglo pasado (un ´boom´ capitalista que explotó la gran industria editorial, especialmente imperialista), a un verdadero boom. Entonces sí los Octavio Paz, Cortazar, García Márquez, Vargas Llosa, Benedetti, Roa Bastos y tantos otros serán leídos por quienes hoy son los iletrados de este mundo, que se elevarán a cumbres desconocidas. Entonces el yugo del capital (y esperemos que de las pandemias) será sólo un recuerdo.

(22 junio 2020)





No hay comentarios:

Publicar un comentario