Este jardín colorido me recuerda los talleres
literarios que realicé en el barrio Moravia a fines del siglo pasado con niños,
niñas y adultos mayores; arriba y abajo, a lo largo y ancho de la montaña, en
momentos en los cuales aún se paseaban grupos armados por sus alrededores.
Ellos me mostraron la gran entrega, capacidad y deseo de aprendizaje de una de
las poblaciones más marginadas de la ciudad, que no obstante la situación, se
comprometió activamente en su participación. Aún no estaba sembrado el jardín
ni había centro cultural, solo una pequeña biblioteca que funcionaba en la
parte de arriba de una casa de dos pisos y abajo en el primero estaba el salón
donde se realizaba uno de los 5 talleres que cubrían las distintas zonas del
barrio.
Allí tuve también la primera dolorosa experiencia
como tallerista en las comunas de Medellín. Llegando a las actividades me
encontré en el salón de clase y en dos oportunidades con el velorio de alumnos
que habían sido acribillados por grupos paramilitares. Igual suerte corrió
después de terminados los talleres Ubaldino, asistente en los talleres y
habitante del barrio. Primero lo secuestraron y le hicieron “los
interrogatorios de rigor”. Más tarde simularon un combate y después de
asesinarlo, lo tiraron a un despoblado rural con prendas de camuflaje; fue uno
de tantos falsos positivos de esa época. A Ubaldino luego de asesinado, lo llevaron
como trofeo de “la seguridad democrática” a una inspección, pero optaron más
tarde por desaparecer el cuerpo, porque se dieron cuenta que el cadáver
mostraba comprometedoras huellas de tortura. La infame violencia nunca ha
tenido límites, Ubaldino fue desaparecido primero vivo y después de muerto
también.
En un aparte de “CUENTOS POR COBRAR”, escrito que
abarca relatos de 50 años sobre Medellín anoto lo siguiente acerca del barrio:
(…) Moravia se había convertido en el gran barrio
de los "recién llegados". Ahora allí se levantaba un complejo de
historias de víctimas de la violencia, de seres desarraigados llegados de la
desgracia rural. De desplazados y migrantes de muchos lugares del país, que se
amontonaban en casuchas construidas con cartón, madera vieja y desechos. La
basura compactada en el lugar, que hacía de basurero municipal, sirvió de base
a zonas altas y laterales donde se levantaron las improvisadas viviendas, que
se comunicaban entre sí por intrincados caminos, escalerillas y estrechos puentes,
a un lado del río Medellín.
En las orillas del río, una corriente gris y
maloliente arrastraba las sobras y químicos de más de un millar de fábricas de
Medellín. Y todo tipo de objetos; de desperdicios ciudadanos que flotaban al
garete: bolsas negras repletas "de algo", harapos, tarros, empaques
vacíos de todos los colores, botellas de plástico, troncos, muebles,
electrodomésticos. Y animales desollados por los gallinazos, que aterrizaban
allí, buscando alimento en las playas de piedra qua aparecían y desaparecían
con los aguaceros. A veces también pasaban personas muertas, como en los ríos
Magdalena y Cauca.
Ahí vivía gente expulsada desde la violencia de
mitad de siglo, y poco a poco fueron llegando otras familias de destechados,
expulsados por las nuevas violencias del campo, o de las partes altas
circundantes de la ciudad, que ya eran territorio de guerra. Gentes sin nada,
que nunca paraban de llegar; trabajadores informales, recicladores y muchas
personas, que escarbando el río se proveían algún sustento. Buceadores
suicidas, que pasaban horas ahí metidos, montados en rudimentarias canoas,
sacando con palas la gravilla y arena con cascajo, para vender a los
volqueteros.
El río de la despelucada “raza paisa” y los alrededores, que hasta los años 30 del
siglo pasado era un sitio de esparcimiento privilegiado, cotidiano, donde se
pescaba y pecaba, donde se hacían paseos de olla con sancocho de gallina y la
gente chapoteaba en sus aguas frescas, limpias, con paya incluida; un sitio
hasta para ver tigres, había sucumbido, había muerto a manos de la pujanza de
los dueños usureros paisas, que vivían en sitios holgados, seguros y planos del
Valle Aburra.
Pero lo más sorprendente de todo en el nuevo
barrio, era un pequeño circo plantado en toda la cima de las basuras. Sus
dueños eran una pareja de veteranos que ayudados por sus hijas y dos pequeños
perros criollos, daban funciones diarias en horas de la noche. Allí siempre
hubo mucho público atento a un espectáculo que era novedoso para las
circunstancias y donde la familia circense que lo realizaba, para poder cubrir
los variados actos del espectáculo, se turnaba en grupos de dos o tres. Eran al
mismo tiempo taquilleros, payasos, trapecistas, magos y domadores... ( cap 21- Cuentos por Cobrar- 2003)
FOTOS
1. Panorámica de
Moravia antigua
2. Casa dela cultura actual.
3. De basurero a jardín. Vista actual.
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