[por Jaime Arturo Sánchez Trujillo]
"El fascismo es una mentira contada por matones."
(Ernest Hemingway)
Los sentimientos, sobre todo lo que podrían llamarse “buenos sentimientos”, afectivos, francos, solidarios, respetuosos, incluyentes, son una carga para el pensamiento y la actitud de vida fascistas. Este les considera vergonzosa debilidad.
Para el fascismo son válidos solo los
sentimientos que exalten la “raza”, la patria, (¿o el municipio de
nacimiento?), que exalten algún fundamentalismo excluyente, el poder, las armas
y los rigurosos métodos violentos para sobreponerse de hecho a quienes
discriminan: Ya por su color de piel y su cultura, ya por su pensamiento o
posición social, ya por sus gustos o por las diferentes formas de vida que han
escogido.
Si miramos con detenimiento los gobiernos
del mundo, hablando incluso de algunos que se declaran anti fascistas, si vemos
las actuaciones de nuestros políticos que se creen y reclaman ‘rusonianos’,
veremos cómo a pesar de sus emblemas, himnos y discursos demagógicos, a la hora
del té, la gran mayoría camina y bebe a diario severos tragos de un brutal
manicomio fascista reencauchado.
Y ocurre también lo mismo, quizás sin que
ni siquiera lo sepan, sin que sean conscientes de ello, entre las multitudes
que gustan o siguen o adoran a ciertos personajes de la política, de la
farándula, del empresariado o de comunidades religiosas. Y a quienes siguen a
modernos tiranos, agazapados, que escurren sofisticadas y camufladas
pretensiones fascistas. Mejor no dar nombres para no coaccionar la imaginación.
Esto le ocurre a mucha gente común también,
a las propias víctimas del andamiaje social actual. A muchos que esperan ser
éticos, que dicen guardar complicados mandamientos o “amar a su prójimo”. A
quienes ese supremacismo vulgar aprendido, con el cual pretenden ser los más
fuertes y exitosos, les ha quitado de su vocabulario sencillas y constructivas
palabras, de responsabilidad, respeto y autocrítica, cuando evalúan el trato
con su igual humano.
Así va por ahí en la vida, esa gente
manipulada que se cree sobrada y por encima de los demás; en la calle, en su
profesión, en los lugares de trabajo, en los grupos, en las familias. Porque la
suciedad que se mastica arriba en el gran poder, siempre se escupe y se irradia
maliciosamente, en forma invisible hacia abajo, hacia los súbditos que lo
replican.
Ni qué decir de las sandeces que se
aventuran a escribir y publicar en las redes muchos jóvenes que creen estar
inaugurando la novedad, la irreverencia, el último grito del mundo. Cuando ni
siquiera han conquistado la dignidad para enfrentarse a sus propios opresores,
en la escuela, el trabajo, la iglesia o las instituciones.
Cuando ni siquiera han conquistado el
derecho a hablar con franqueza en sus casas. A enfrentar la suciedad de sus
gobiernos. Pobre gente. Fáciles víctimas y conejillos de toda esta oprobiosa
realidad circundante, que mientras los aplasta, los mantiene ciegamente
contentos. Recibiendo arrodillados órdenes de quienes no respetan, sino que
temen, y pateando hacia abajo a los que consideran sus inferiores.
Eso es lo que por siglos nos ha limitado o
destruido en la convivencia. Eso es lo que se enseña desde los altos infiernos
del estado, hasta la base familiar, carcomida por todo tipo de exabruptos.
Algunos
incluso cometen como ya se ha dicho en alguna parte, “la más terrible y grosera
trasgresión que se pueda cometer en la vida": arrastrar en la maldad, la
corrupción e indiferencia social, a sus propios hijos.
Lo descripto en el artículo es lo que Wilhelm Reich denominaba la peste o plaga emocional
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