viernes, 30 de octubre de 2020

Severos tragos de un brutal manicomio fascista. Beben de eso y ni lo saben

 [por Jaime Arturo Sánchez Trujillo]



                                                          "El fascismo es una mentira contada por matones."  

                                            (Ernest Hemingway)


    Los sentimientos, sobre todo lo que podrían llamarse “buenos sentimientos”, afectivos, francos, solidarios, respetuosos, incluyentes, son una carga para el pensamiento y la actitud de vida fascistas. Este les considera vergonzosa debilidad.

    Para el fascismo son válidos solo los sentimientos que exalten la “raza”, la patria, (¿o el municipio de nacimiento?), que exalten algún fundamentalismo excluyente, el poder, las armas y los rigurosos métodos violentos para sobreponerse de hecho a quienes discriminan: Ya por su color de piel y su cultura, ya por su pensamiento o posición social, ya por sus gustos o por las diferentes formas de vida que han escogido.

    Si miramos con detenimiento los gobiernos del mundo, hablando incluso de algunos que se declaran anti fascistas, si vemos las actuaciones de nuestros políticos que se creen y reclaman ‘rusonianos’, veremos cómo a pesar de sus emblemas, himnos y discursos demagógicos, a la hora del té, la gran mayoría camina y bebe a diario severos tragos de un brutal manicomio fascista reencauchado.

    Y ocurre también lo mismo, quizás sin que ni siquiera lo sepan, sin que sean conscientes de ello, entre las multitudes que gustan o siguen o adoran a ciertos personajes de la política, de la farándula, del empresariado o de comunidades religiosas. Y a quienes siguen a modernos tiranos, agazapados, que escurren sofisticadas y camufladas pretensiones fascistas. Mejor no dar nombres para no coaccionar la imaginación.

    Esto le ocurre a mucha gente común también, a las propias víctimas del andamiaje social actual. A muchos que esperan ser éticos, que dicen guardar complicados mandamientos o “amar a su prójimo”. A quienes ese supremacismo vulgar aprendido, con el cual pretenden ser los más fuertes y exitosos, les ha quitado de su vocabulario sencillas y constructivas palabras, de responsabilidad, respeto y autocrítica, cuando evalúan el trato con su igual humano.

    Así va por ahí en la vida, esa gente manipulada que se cree sobrada y por encima de los demás; en la calle, en su profesión, en los lugares de trabajo, en los grupos, en las familias. Porque la suciedad que se mastica arriba en el gran poder, siempre se escupe y se irradia maliciosamente, en forma invisible hacia abajo, hacia los súbditos que lo replican.

    Ni qué decir de las sandeces que se aventuran a escribir y publicar en las redes muchos jóvenes que creen estar inaugurando la novedad, la irreverencia, el último grito del mundo. Cuando ni siquiera han conquistado la dignidad para enfrentarse a sus propios opresores, en la escuela, el trabajo, la iglesia o las instituciones.

    Cuando ni siquiera han conquistado el derecho a hablar con franqueza en sus casas. A enfrentar la suciedad de sus gobiernos. Pobre gente. Fáciles víctimas y conejillos de toda esta oprobiosa realidad circundante, que mientras los aplasta, los mantiene ciegamente contentos. Recibiendo arrodillados órdenes de quienes no respetan, sino que temen, y pateando hacia abajo a los que consideran sus inferiores.

    Eso es lo que por siglos nos ha limitado o destruido en la convivencia. Eso es lo que se enseña desde los altos infiernos del estado, hasta la base familiar, carcomida por todo tipo de exabruptos.

Algunos incluso cometen como ya se ha dicho en alguna parte, “la más terrible y grosera trasgresión que se pueda cometer en la vida": arrastrar en la maldad, la corrupción e indiferencia social, a sus propios hijos.

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