[por Alberto a. Arias]
[Portada de "Las muertes", ed. Hojas del Caminador, 2003, con una tinta de Pablo Cortondo.]
Nacido en noche de luna llena, marcado en el cuello por los dientes de su madre que quiso devorarlo antes de que la llevasen a la jaula, entre el circo y el manicomio de ida y vuelta, porque el pueblo necesitaba educación más diversión.
Aunque de un modo negativo, la madre estaba feliz por saber que había logrado desprenderse de ese mala leche, de ese hijo que si lograba crecer la devoraría. “Diente por diente, ojo por ojo”, repetía, clavada en el irivenir de la jaula.
El niño crecía rápido, trepando con facilidad inhumana las sierras de las veinte mil flores, sus pendientes bruscas cubiertas por arbustos aromáticos, buenas medicinas. El cielo a un paso, las nubes rozándole las orejas erguidas para oír las palabras del viento, y todas las nubes del mundo cargadas de tormenta y fiebre de trasmundos.
Así aprendió el ocio, el cultivo primario del ocio. No había más que encerrarse al aire libre, perdido en la contemplación y reflexión de la naturaleza dentro de él, un mundo dentro de su mundo, una esfera dentro de la otra, llena de colores que la gente no podía percibir.
Extraños fueron entonces sus pensamientos. Creció y creció al abrigo de sus ensueños, entre los cuales el ser pájaro lanzado desde la altura de la sierra sobre las poblaciones era su delirio predilecto.
La primera noción de su condición la tuvo a los seis años, cuando se sintió atraído por el llamado de un corderito sobre frágiles patas. Se acercó, lo acarició, le habló como pudo hasta sentir sobre los labios el cosquilleo de esas orejas delicadas. Entonces le hincó el diente hasta que no baló más. Miró el cielo en agradecimiento, y la luna redonda y blanca como el ojo del cordero.
No le crecieron colmillos ni cola ni pelos duros de lobo. Al contrario, su aspecto era más bien frágil y con algo etéreo en sus ojos, que parecían ir diluyéndose al paso de los días. Un santo, según algunas viejas de pueblo. Toda la estampa de un mártir, según el cura párroco.
Así creció en su cinismo, al abrigo de tales prejuicios y consignas benévolas. Empezó a proponerse lo que deseaba y a lograr lo que se proponía. Advino entonces el primer gran cambio en su existencia.
Creció en tamaño y experiencia. Logró dominar su triple condición de humano, ovizón y místico. Una y otra faceta se sucedían, entremezclaban y reemplazaban a puro impulso de su más despojado antojo.
Llegó a ser figura en su pueblo e imagen de santidad, sin que alguno llegase a sospechar que el descenso en el número de ovinos se relacionaba con su presencia. La cultura metropolitana aportada a los prejuicios del lugar por un doctor recién llegado había sido la inesperada ayuda recibida: —Los ovizones no existen —sentenció el matasanos en referencia a unas habladurías. —Acá jamás hubo —exclamó a coro el pueblo, olvidando, en aras del progreso, la terrible historia de la madre enjaulada y el niño solitario de las sierras.
Luego los cambios fueron sucediéndose, en tanto avanzaba en edad y solitariedad, rodeado de crédulos, chupasirios y agentes de negocios celestiales, divinos. (Aquí, toda una historia de fabricación de estampitas, cotillón ecuménico, íconos de materiales cuanto más perecederos mejor.) Pero él, él siempre el mismo, siempre otro.
Lo encontramos treinta años después en el post-vaticano, como el más joven de los obispos, pronto a ser consagrado cardenal. Nadie como él sabe administrar la comunión. Nadie como él bebe la sangre del cáliz o mastica la carne blanca de la hostia. Nada ni nadie lo detendrá ya.
Muy activo, transforma, a influjo de sus obras, ritos y costumbres vaticanos. Se reemplaza el agua por sangre de cordero, las procesiones se realizan a puertas cerradas y con extrema vigilancia sobre los posibles cismáticos, las aulas viejas del seminario se transforman en corrales de lujo donde son criadas generaciones de corderos que no alcanzarán la adultez. Todo rito novísimo dependerá de la rúbrica de quien se encuentra en camino santo hacia el papado. En cuanto a él mismo, adopta una máscara bella pero glacial con el objeto de cubrir los cambios que empiezan a producirse en su fisonomía.
Sus primeros escritos fueron: «Corderos Bienaventurados», «El hombre ya no será el lobo del hombre», «Sacrificios Eucarísticos», «La Nueva Buenaventuranza», «De Balidos y Palabras: el Verbo Divino» y «El Nuevo Orden Evangélico»; todos ellos de lectura obligatoria en el orbe, al que la llama de la guerra envolvía como una coraza.
Cuando fue consagrado Papa tomó el nombre de Pío de la Sierra I, sólo para confundir. Sobrevino entonces el anteúltimo gran cambio de su vida.
Se consagró por entero a sus primeras pasiones: el ocio y los fundamentos del ocio. Relacionó hábilmente los problemas de la subsistencia mortal con el camino de la perfección eterna. Reordenó las Jerarquías. Trastrocó las costumbres de todos los pueblos a donde llegó su prédica.
Sus alabadas encíclicas: ‘‘Ocio Divino, corderos y labriegos’’, que determinaba el principio de inviolabilidad del poder divino encarnado en el último Papa; ‘‘Quién repartirá la leche’’, que establecía las bases de un nuevo orden económico justo y duradero para todos los ovinos y labriegos de Dios, administrado ejemplarmente por los consagrados al Ocio Divino; y ‘‘De la Guerra Santa’’, que legislaba sobre cuestiones de la Voluntad, los Deseos y las Apetencias entre ovinos y labriegos. Todas ellas dieron impecable renombre y don de profecía a Pío de la Sierra I.
Durante cuarenta años dirigió los destinos de la humanidad, diezmada por la Guerra y el Trabajo sin fin.
Finalmente, a sus noventa, se lo puede ver en el papa lecho de muerte, rodeado por buenos consejeros y gendarmes. La cruz gamada en capuchas, cofias y yelmos; una cruz de ébano en cada pecho; y en cada vaina una espada de plata. Y todos atentos a la última voluntad, contritos y temerosos.
Pío de la Sierra I pidió sorpresivamente que le quitaran la máscara que llevaba sobre su rostro desde hacía medio siglo. Como locos, sus dos más fieles servidores tomaron la increíble tarea en sus manos, seguros de encontrar debajo de esa faz nítida y nácar que tantas veces habían ensalzado, otro rostro aun más luz, más cielo.
Un balido quejoso de ovizón anciano y una última exhalación de aliento fétido pusieron marco inolvidable a la jeta ovinoide que, con el único ojo escarlata y el enorme colmillo carcomido, emergió de bajo los pálidos dedos de los servidores, para admiración de todos los presentes.
(1988)
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“El ovizón” se publicó por primera vez en el mensuario "Cuentos y poemas" (V. López), en setiembre de 1997. Luego fue incluido en Las muertes, de Alberto a. Arias, Buenos Aires, Hojas del Caminador, 2003.
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