domingo, 31 de enero de 2021

Jacobinismo y Revolución de Mayo (Parte 1)

 [por Norberto Malaj]


[El Club de los Jacobinos.]


(Primera parte)


    Un artículo que se publicó en el blog de Signos del Topo [1] dio lugar –de modo privado– a unos comentarios críticos de un lector. Nuestro “Encarnación Ezcurra, Evita, Cristina” (16/1) no fue cuestionado alrededor de su eje central —el carácter reaccionario de la figura de la esposa de Rosas. Página/12 había emparentado a ésta con Evita y Cristina. Tras una identidad de género entre las tres, o sea un supuesto y vulgar feminismo que en absoluto se corresponde con la verdad, demostramos que el intento de aunar a esas tres mujeres ideológica y/o políticamente era forzado y caprichoso.

    De las dos primeras sobran pruebas de su carácter catolicón y favorable a que la mujer opere a lo sumo como ‘auxiliar’ o ‘servidora’ del hombre/macho. CFK solo muy relativamente puede ser considerada ‘feminista’ (incluso en su versión burguesa y conservadora). El único atributo que la habilita para ello es el uso (y abuso) del plural para el femenino y el masculino, no mucho más. Como Encarnación Ezcurra y Evita, CFK toda su vida se manifestó partidaria del ‘patriarcado’, cerró filas en defensa del matrimonio burgués y se opuso al derecho al aborto. También como las otras dos mujeres, siempre se declaró devota creyente y defensora de la iglesia; claro que más polite con los tiempos que corren, sin siquiera haber apoyado el matrimonio igualitario, supo caer siempre ‘parada’ en el momento oportuno.

    Ahora, si se trata del posicionamiento frente al gran capital agrario-industrial, no cabe duda que Cristina está más cerca de Encarnación Ezcurra-Rosas-Anchorena, 170 años atrás, que del odio que Evita profesaba a la ‘puta oligarquía’. Ese odio tuvo apenas efectos demagógicos —en particular, en la primera etapa del peronismo. Perón en su segunda presidencia fue un completo servidor de la renta agraria de los grandes terratenientes vía los “precios sostén” que pagaba el IAPI [2]. Por supuesto que la prédica anti-oligárquica de Evita, no por lo dicho antes, provocó menos odio de la oligarquía contra ella (ese sentimiento apuntó siempre contra la clase obrera).

    Encarnación Ezcurra formó parte de la élite poscolonial que forjó a la oligarquía, en particular la más poderosa: la bonaerense. Entre la prédica y la acción de Rosas y su mujer, por un lado; y los ‘exabruptos’ anti oligárquicos de Evita hay un abismo —ni hablar que estamos más cerca de los últimos. Claro que el peronismo se valió siempre de esto como un santo y seña para esconder su visceral conservadurismo en relación a la cuestión agraria. Ambos próceres del nacionalismo argentino del siglo XX, Yrigoyen y Perón, ni remotamente rozaron el dominio de la propiedad del latifundio. En este aspecto, el peronismo estuvo bien por detrás de otras expresiones del nacionalismo burgués latinoamericano.

  

Jacobinismo (I)

 

    Nuestro comentarista se refirió a una cuestión que el artículo “Encarnación Ezcurra, Evita, Cristina” trató en forma somera o tangencial. El crítico toma distancia de la afirmación que refiere a la mediocridad de nuestros próceres. En particular de aquellos que señalamos como los “inmaculados”: Belgrano y San Martín. Curiosamente, cierra filas con esa opinión cuasi unánime, no importa si de tirios ‘liberales’ o troyanos ‘revisionistas’ —como dijimos, cada uno viste al ‘santo’ como mejor le sirve.

    En honor a la verdad: el famoso ‘revisionismo histórico’ no hizo más que un ajuste parcial de cuentas con el “padre” de la historiografía argentina: fue el ‘liberal’ Bartolomé (sanguinario) Mitre quien erigió en el panteón de los próceres a Belgrano y San Martín a partir de las obras apologéticas que a cada uno consagró. Lo hizo muchos años después de la muerte de ambos y cuando en Argentina eran ya ilustres desconocidos (entre la acción pública de ambos y esos textos mediaron en promedio 40/50 años). En esto el abismo entre la historiografía de nuestras pampas y las de los próceres de EE.UU. o Francia—Washington, Benjamín Franklin, etc., o Napoleón— con quienes habíamos comparado de modo general a los próceres argentinos, es abismal. El legado de los “padres fundadores” en Norteamérica cimentó una nación que permitió la extensión de las primeras trece colonias hacia el oeste alcanzando el Pacífico en menos de cincuenta años y construyendo una gran nación (dejemos a un lado que esto se hizo en parte a expensas de Mexico).

    La ‘argentinidad’ necesitó de un Belgrano y un San Martín (se evita mencionar que el último nada tuvo que ver con nuestro Mayo) cuando la proto-oligarquía bonaerense se afianzó y liquidó las aspiraciones que Castelli expuso en el Tahuantinyusofrente a las masas indígenas. Allí, en proclamas que se distribuyeron en quichua y aimará y sin pagar tributo alguno a la odiada iglesia ‘evangelizadora’, Castelli prometió acabar no solo con los españoles sino también con la opresión que perpetuaban los criollos adinerados. La curia porteña y del Altiplano, en particular, reaccionó frente a esa acción jacobina de Castelli como la iglesia venezolana cuando el terremoto que devastó Caracas en 1812. La iglesia del Caribe declaró que había sido un “castigo de dios” por el atrevimiento de los patriotas en alzarse contra la Corona (aquel terremoto fue el más terrible que sufrió esa ciudad: murieron 12 mil caraqueños). Meses después una contraofensiva realista termina con la primera república de Venezuela. La que encabezó Miranda y por la cual termina su vida en prisión en España. El rol retrógrado y reaccionario de la iglesia vaticana en América Latina fue un factor determinante en el curso timorato y conservador de las nuevas repúblicas debajo del río Bravo.

    La frustración del proyecto de Moreno-Artigas parió una nación amputada de medio ex Virreinato, condenando a toda América Latina a su balcanización. La Gran Colombia imaginada por el venezolano a fines del siglo XVIII no encontró una burguesía de estatura equivalente a la norteamericana. Los Estados Unidos de América Latina quedaron enteramente como una tarea democrática incumplida que sólo tendrá lugar bajo la revolución socialista internacional. El “panamericanismo” burgués, desde fines del siglo XIX, alumbró como una bandera que sirvió siempre al sometimiento de América Latina al imperialismo norteamericano. Los EE.UU. llevaron a sus “padres fundadores” al panteón cuando aún estaban en vida. El ‘rescate’ de Belgrano y San Martín se hizo post mortem. Belgrano murió en soledad y despreciado; San Martín, alejado del país y distanciado de todo compromiso político.

    En la acepción de nuestro crítico, Belgrano y San Martín habrían sido, sin embargo, “los ‘centristas’ del jacobinismo vernáculo”, si bien —nos dice— “los revolucionarios más consecuentes fueron Moreno, Castelli y Artigas”. En defensa de los otros dos, sin embargo, agrega: “San Martín y Belgrano tuvieron que manejarse en un fango muy difícil”. Descree, también, de la crítica que hiciéramos a las tendencias pro-monárquicas de uno y otro: “En cuanto a la monarquía constitucional que se achaca a Belgrano, no es tan clara. En cuanto a San Martín, solamente habló de una monarquía inca”. Trascartón, en un acto que pareciera colocarlo en el campo de la supuesta superioridad de San Martín sobre Bolivar entre ambos Libertadores, el venezolano es castigado sin piedad: “De hecho el reaccionario fue Bolívar que se oponía a la existencia de un rey inca. El republicanismo blanco es blanco al fín, una monarquía constitucional India es originaria, es decir pese a la gran contradicción la postura de Bolivar estaba (y además estuvo) siempre a la derecha de San Martín”.

 

Jacobinismo y revolución burguesa

              

    Coincidimos sí, con nuestro crítico, en abordar la revolución de Mayo —y todo el proceso independentista de América Latina— no sólo como parte de la era de la revolución burguesa sino, especialmente, a través de sus categorías de las que se ha apropiado el marxismo. Pero ojo. Digamos desde ya que estas categorías han servido para todo tipo de malabares anti-marxistas. Sin ir más lejos, Jacobin se denomina la principal publicación de los Demócratas Socialistas de EE.UU. que tributan a Biden —y fueron el principal respaldo del ‘independiente’ Sanders en las primarias del partido Demócrata, en 2016 y 2020. Una versión local, y en español, tributaria del nacionalismo burgués vernáculo, ha comenzado a salir recientemente.

    Entonces, al hablar de ‘jacobinismo’ hay que desbrozar el terreno. El criollismo blanco vernáculo —la burguesía naciente del período tardocolonial— en toda América Latina y el Caribe fue de modo general mucho más conservadora y timorata que su equivalente de las trece colonias inglesas de Norteamérica. La razón de esto hay que buscarla en la lucha que realmente inició nuestro proceso independentista contra el dominio español (portugués y demás). Aquí no hubo una guerra por el té contra Inglaterra, como en el Norte. Y no porque no hubiera madurado una resistencia contra el monopolio español o portugués.

    ¿Por qué fueron más timoratos los criollos de América Latina? Porque los primeros levantamientos revolucionarios aquí fueron protagonizados por las masas indígenas, mestizas y negras: el movimiento de Tupac Amaru que afectó a todo el Alto Perú, el levantamiento de los comuneros en Colombia y, sobre todo, el gran levantamiento negro de Haití bajo la dirección de Tousaint L´Ouverture, que condujo en 1804 a la primera república independiente del subcontinente y a la primera república negra en el planeta. Fue la acción de “Los jacobinos Negros”, como la denominó el gran historiador trotskista C. L. R. James, en esa obra clásica inigualada que así tituló y que ningún socialista de América Latina debiera dejar de leer (publicada por primera vez en 1938, hasta hoy es escasamente conocida). El stalinismo ignoró aquella acción siempre, entre otras cosas porque el mitrismo congénito de los PCs contribuyó (casi) siempre al ensalzamiento de las virtudes de los ‘patriotas’ criollos que se colocaron tempranamente de espaldas a esos movimientos.

    ¿Cuál es la conclusión entonces? El jacobinismo, entendido como la expresión del ala radical de la revolución burguesa, en América Latina tuvo expresiones muy limitadas entre los criollos. Éstas tuvieron lugar no en los grandes centros de la opresión colonial sino en dos ‘ciudadelas’ relativamente marginales, o menores: en el Río de la Plata y en Venezuela. De modo general, sin embargo, tuvo muchos claroscuros. Sus expresiones más avanzadas fueron indiscutiblemente el artiguismo oriental y los hombres de Mayo reunidos en torno a las figuras de Mariano Moreno y Castelli, por un lado; y Francisco de Miranda, ‘el precursor’ de la Gran Colombia, y Bolívar, por el otro.

    En los dos grandes centros más importantes de la colonización española, México y Perú, la conducta de las clases criollas rozó lisa y llanamente, sino el colaboracionismo directo con los españoles, una actitud completamente timorata. México vivió un primer momento revolucionario con una gran intervención de masas, bajo el levantamiento del cura Morelos y de Hidalgo que fue rápidamente conjurado. El derrotero posterior de la independencia mexicana, junto a la de Brasil, está en el panteón de los compromisos contrarrevolucionarios más notables de la historia de América Latina.

    Lo de Perú fue aun peor. Hasta último momento la independencia de la cabeza del Virreinato que España saqueó como ninguna otra colonia (incluidas Filipinas, Holanda y el norte de África) costó… un ‘perú’. La cobardía de las élites de Lima fue determinante en el fracaso de San Martín allí (por lejos el mayor de su carrera) y de sus intentos de ‘compromiso’ con esas élites, a costillas siempre de las clases populares. La cobardía de la burguesía peruana, especialmente de las zonas bajas, estaba dictada por el recuerdo y el temor a un nuevo alzamiento de características como el de 1780/1: levantamientos indígenas y populares hubo cientos entre 1810 y 1825 y la oligarquía peruana los conjuró siempre de la mano del ejército español.

    Las tendencias conservadoras de San Martín fueron en todo sentido más marcadas que en ningún otro lado en relación con Perú: primero, se negó a emprender la marcha por tierra para evitar un contacto con las vastas clases populares del Alto Perú y la sierra y encarar un proceso de reanimamiento de las heroicas republiquetas criollas que el Directorio porteño dejó aplastar sistemáticamente (esto hubiese sido más ‘barato’ e infinitamente más efectivo); una vez instalado en Lima, su gobierno se sometió a todos los dictados de aquellas élites. Las clases populares se resistieron a su gobierno (por esto cayó asesinado su principal lugarteniente, Monteagudo). Fue en Perú donde San Martín intentó consagrar príncipe a una figura de alguna monarquía europea.

    En Chile San Martín libró sus grandes combates militares que los historiadores compararon con los de Napoleón. Si bien no fueron tantos, sí más importantes que los que libró Bolívar (aunque no tan sangrientos) contra tropas realistas. Esto contrastó, sin embargo, con su acción política que bien lejos estuvo de ser jacobina, incluso ‘centrista’: hizo ejecutar en Chile a tres de los grandes líderes del ala más radical de la primera república que nació un año después de nuestro Mayo. Fue derrotada por la pusilanimidad de las élites de Santiago. San Martín, Monteagudo y O´Higgins hicieron ejecutar a dos de los hermanos Carrera y al heroico guerrillero Manuel Rodríguez, los verdaderos “padres de la patria chilena” y cabeza del ala ‘jacobina’ del proceso independentista chileno. Ellos, igual que Artigas-Moreno-Castelli en el Río de la Plata, los Warnes y Juana Azuduy en el Alto Perú y los paraguayos (primero del Dr. Francia y luego de los Solano López) imaginaron una patria única y no balcanizada como terminó ocurriendo. San Martín, que tuvo sus enfrentamientos con el Directorio de Pueyrredón en Buenos Aires, cerró filas también con éste, sin embargo, para que se librara de Artigas.

    Sobre Belgrano, un colega —Mauricio Fau— con quien preparamos una investigación sobre ambos Libertadores, escribió una enjundiosa obra que ilustra desde el título: Belgrano, el contrarrevolucionario (Editorial La Bisagra, 2014). Invitamos a su lectura.

    A Bolívar, el más contradictorio de los tres, le reservamos la segunda parte de este texto.

 

Monarquía y República [3]

 

    En la Historia es fatal manejarse con categorías idealistas. Una de las disquisiciones clásicas del idealismo historiográfico, es el de la discusión sobre las ‘preferencias’ de los “padres de la patria” por la monarquía o por la república.

    Monarquía y república son presentadas como “modelos” que cada prócer ‘elige’ según su ‘visión’ del proceso emancipatorio.

    La realidad es bien distinta: las burguesías latinoamericanas identificaban, por un lado, a la monarquía absoluta con los intereses del monopolio español, y por el otro, a la república con la “anarquía” y la “democracia”, que en aquel contexto se les presentaban como sinónimos.

    La república tenía el oprobioso origen continental del poder para los negros en Haití, pasaba por la (demasiado escandalosa y para peor anti inglesa) revolución norteamericana, se expresaba más cerca en el indomable Paraguay (que proclamó su independencia y su república en 1811, mucho antes que el retorno absolutista se hizo realidad) y remataba en el poderoso proceso de independencia absoluta, república, reforma agraria y confederación, de la Liga de los Pueblos Libres.

    Entonces: la monarquía constitucional no era un ‘gusto’ de la burguesía criolla dentro del ‘menú’ de regímenes políticos, sino el que lograba cumplir con el objetivo central de esa clase en ascenso: deshacerse del poder absoluto del rey, del monopolio comercial y de las trabas al acceso a los cargos públicos para los criollos, eso por un lado; por el otro, bloquear una independencia absoluta, que implicaba participación de las masas en el poder político y en el acceso a la tierra, libre navegación de los ríos y poder descentralizado y separado de Buenos Aires.

    Los planteos, cartas, pronunciamientos y, por sobre todo los pasos concretos, tanto de Belgrano como de San Martín, estuvieron siempre orientados a obtener una independencia que desplazara a los comerciantes monopolistas y a los funcionarios españoles en beneficio de los criollos, evitando al mismo tiempo la irrupción de las masas en las decisiones políticas y en el reparto económico.

    Para ello, la monarquía constitucional con matriz británica brindaba la fórmula ideal.

    Lo de la monarquía incaica es un relato: luego de permanecer un año (1815) en Europa junto a Rivadavia y Sarratea en busca de un “regente” (de cualquier potencia) para el Río de la Plata –incluida España–, Belgrano y los otros dos vuelven tras fracasar en el objetivo. Sacan entonces ‘de la galera’ el ‘conejo’ que el Directorio y el Congreso de Tucumán venían cocinando con la complicidad de la corte portuguesa residente en Río de Janeiro: coronar a un descendiente inca (el candidato era un octogenario descendiente de Túpac Amaru que estaba preso hacía décadas en una isla perdida y ni siquiera hablaba castellano), ‘figurita decorativa’ que sería vinculada matrimonialmente, oh casualidad, con una princesa de la casa Braganza (la de la Carlota residente en Brasil).

    Tres días antes de la declaración de la independencia, el 6 de julio de 1816, Belgrano informaba sobre la necesidad de “monarquizarlo todo” y arma barullo con lo del rey inca. Aclara también que el Rey Juan de Portugal era “pacífico y enemigo de conquistas”: mientras Belgrano informaba esto tropas portuguesas entraban desde Brasil a la Banda Oriental para barrer ‘pacíficamente’ con los jacobinos de verdad.

    Veinte días después de la declaración de la independencia, el Congreso de Tucumán blanqueó en una proclama el objetivo cumplido: “Fin de la revolución, principio del orden”.

    Por su parte, San Martín se mostró totalmente de acuerdo con la idea de un monarca inca. Claro que no volvió a insistir con el tema cuando tomó Lima, peligrosamente rodeada de guerrillas indias.

    Por el contrario, desde un primer momento se mostró negociador al extremo, tanto que recibió duras críticas hasta de Lord Cochrane, quien quería aniquilar sin más a los realistas. Procuró negociar una independencia manteniendo un rey que, al igual que en el caso del Río de la Plata, podía ser británico (primera opción), ruso, austríaco, francés e incluso español. También envío a dos diplomáticos a Europa con el mismo objetivo, sin éxito.

    ¿Incoherencia? No. Belgrano, como San Martín, buscaba preservar sobre todo el orden, la palabra sacrosanta por excelencia. Un orden que pretendían a favor de los criollos, compartiéndolo parcialmente con elementos reconvertidos del viejo orden (esto será notorio en Perú).

    La política que San Martín aplicó contra los jacobinos del otro lado de la cordillera tuvo su correlato aquí en la política que Saavedra, Alvear, Posadas, Pueyrredón—con la anuencia de Belgrano— condujo, primero al desplazamiento de Castelli y Artigas, luego de Francisco Borges, Juan Pablo Bulnes, Manuel Dorrego y cientos de opositores, a muchos de los cuales se deportó a Baltimore, que se convirtió en un centro político por la independencia de América.

    Carlota, la hermana de Fernando VII a la que se rendían pleitesías y se rogaba tomara el poder rioplatense, ya en 1809 —instalada en Río de Janeiro—clamaba por una represión ejemplar contra Chuquisaca y La Paz, donde anidaba “la serpiente de la democracia”.

    Desplazar a sus competidores españoles y eliminar la amenaza popular: a eso se resume el juego de pinzas de Belgrano y San Martín.

 

¿Por qué el jacobinismo criollo —en toda América— debe ser relativizado?

 

    Hemos contrastado el período de la independencia de EE.UU. —transcurrido virtualmente 30/40 años antes del latinoamericano— para destacar, en principio, el carácter infinitamente más radical y revolucionario del primero. Esto vale, indiscutiblemente, en cuanto a la intransigencia de las ex colonias inglesas frente a Inglaterra y en cuanto a sus consecuencias, en términos de transformaciones sociales e instituciones democráticas creadas (lo que no ocurre en América Latina).

    Respecto a lo primero, digamos que la guerra de independencia norteamericana fue una guerra revolucionaria que movilizó a grandes masas —especialmente en las colonias del norte (Massachussets, Filadelfia), como sólo ocurrió en América Latina muy limitadamente. En cierta medida vale aquí para la banda oriental con Artigas, en el altiplano boliviano en 1809 cuando el alzamiento de Charcas y, de conjunto, para el proceso de movilización política que se vivió en el Río de la Plata frente a las invasiones inglesas (1806/7) y más relativamente hasta la caída del morenismo y la derrota de Sipe-Sipe (13/8/1811), cuando las élites porteñas se deshicieron de Castelli. Éstas lo culparon por esa derrota escondiendo así su escasa voluntad de defender esa región, abandonándola a merced de la contraofensiva del virrey Abascal y Goyeneche.

    La tesis de nuestro crítico parece  negar que la guerra de independencia “es más profunda” en Norteamérica que la de América Latina, al señalar que la primera “no es producto de una rebelión, sino de los intereses sureños que perdían sus ganancias frente a Inglaterra”. El crítico se equivoca por partida doble: la rebelión norteamericana se inició como una rebelión en el norte más desarrollado, en Massachussets más precisamente, donde tuvo lugar un verdadero levantamiento popular que se fue extendiendo y desarrollando por todas las colonias. El sector colonial que más competía con Inglaterra no era el sur sino precisamente el norte, más desarrollado. Era éste el que ponía más en juego. Es imposible abordar en el escaso espacio que tenemos aquí las contradicciones del proceso revolucionario de las colonias de Norteamérica. Pero adelantamos una de las más importantes que tendrá enorme importancia posterior. Aunque el norte más desarrollado (y no esclavista) acaudilló la revolución, la mayoría de los “padres fundadores” provino del sur esclavista.

    El segundo aspecto que ilustra sobre la profundidad indiscutiblemente mayor de la revolución norteamericana tiene que ver, a) con la liquidación-expropiación-expulsión de la gran propiedad de los wigs ingleses, poseedores de grandes tierras y que terminó por cerrar cualquier desarrollo oligárquico en EE.UU.; b) con la instalación de instituciones infinitamente más democráticas en EE.UU. que las vigentes en todo el siglo XIX en América Latina —hay que decir en verdad que esas instituciones, en las principales colonias del norte preexistían al momento de la revolución de independencia. La opresión inglesa en el norte fue relativamente más benigna en materia de instituciones políticas (y también religiosas). El protestantismo dominante allí no tuvo los rasgos oscurantistas tan marcados como los de la iglesia vaticana en Hispanoamérica —la Inquisición aquí fue nefasta.

    Ahora bien, dicho todo lo anterior. ¿Por qué tampoco vale relativamente para EE.UU. la caracterización de una ‘revolución jacobina’ aun considerando todo lo señalado?

    Porque EE.UU. vivió una revolución democrática que ni remotamente rozó la cuestión racial por excelencia de aquellas ex colonias inglesas. Los nacientes EE.UU., relativamente, habían concluido con la cuestión indígena al momento de la independencia: los pueblos originarios del norte fueron mucho menos numerosos que los del sur del continente y las 13 colonias fueron corriéndolos (y exterminándolos) en la medida en que se ampliaba la colonización. El gran problema que la revolución norteamericana no abordó y que llevará 70/80 años después a la Guerra de Secesión era el problema negro. EE.UU. a fines del siglo XVIII, después de la independencia de Haití, se transforma en la principal economía de base esclavista del planeta. El capitalismo norteamericano se cimentó en la explotación en gran escala de la esclavitud en cinco de las 13 colonias del Sur, las más prósperas y de los que salieron, como ya se dijo, los principales “padres fundadores” y casi todos los presidentes de EE.UU. en sus primeros 50 años. Con excepción de Benjamín Franklin todos los “padres fundadores” de la democracia norteamericana fueron propietarios de esclavos.

    Sólo por este hecho corresponde bajarle el copete a la exaltación de EE.UU. que Sarmiento, José Ingenieros y hasta Milcíades Peña hicieron de la gesta norteamericana. Ciertamente ni siquiera el jacobinismo más ‘puro’ —el de Robespierre— se caracterizó por su carácter antiesclavista. La declaración de los derechos del hombre de la ‘grande révolution’ no rozó siquiera el tema. Napoleón trató a los rebeldes haitianos a sangre y fuego. Por esto pagó, como le ocurrió en España, el precio de estrepitosas derrotas cuando en vez de gestas ‘libertarias’ optó por guerras de opresión.

    Colofón: la cuestión de cómo operó la naciente clase burguesa en el continente americano—la clase llamada a acaudillar una revolución agraria, la industrialización, el desarrollo del mercado interno; o sea las tareas propias de la revolución burguesa— es crucial para medir su profundidad. Sintomáticamente, la de EE.UU. que tuvo el honor deser la primera revolución democrática del continente, una vez asentada su victoria no fue un trampolín para la extensión de la revolución burguesa.

    Al contrario, los nacientes EE.UU. brillaron por su ausencia frente a los levantamientos criollos en el sur del continente: EE.UU. jugó un rol conservador y hasta reaccionario. Desde que la revolución haitiana (fines del siglo XVIII) exhibió hasta dónde podía llegar una rebelión negra, EE.UU. dio la espalda a todas y cada una de las gestas libertarias de América Latina. Fue el virginiano Monroe, quien en su carácter de presidente de los EE.UU. pronunció tempranamente (1823) el “América para los americanos”, acuñando la doctrina que lleva su nombre. Los EE.UU. apuntalaron muy tempranamente, primero la reacción oligárquica en América Latina. Luego, desde fines del siglo XVIII con el reemplazo que hizo EE.UU. de España en Cuba (y luego en Puerto Rico) se transformó durante todo el siglo XX en la mayor fuerza de opresión colonial/semicolonial del subcontinente.

    En Latinoamérica las clases criollas del subcontinente fueron más timoratas que las de Norteamérica no porque aquí “tuvieron que manejarse en un fango muy difícil”. La historia contemporánea es el ‘fango’ de la lucha de clases. Hay que analizar ésta y no dejarse llevar por fetiches. Vale que la era de la revolución burguesa, en Norteamérica, se ubique históricamente en el inicio de uno de sus ciclos más prósperos. Las luchas por la emancipación latinoamericana, o por lo menos las que emprendieron nuestros criollos, se corresponden al último período de ese ciclo. En verdad nuestras independencias se consagran mayormente cuando ya se había iniciado el ciclo de la reacción en Europa, caído Napoleón. Pero nada es lineal. El thermidoriano Napoleón, guste o no, hizo más por la revolución burguesa en América Latina que los revolucionarios del norte.

 

(25 enero 2021)

 

(CONTINÚA EN LA SEGUNDA PARTE)

 

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 NOTAS

[1] http://signosdeltopo.blogspot.com/2021/01/encarnacion-ezcurra-evita-cristina.html

[2] El Instituto Argentino de la Promoción del Intercambio creado tras el ascenso de Perón al gobierno, en 1946, apropiándose de una parte de la renta agraria para la promoción de la industria nacional. Eso ocurrió mientras los precios internacionales de las materias primas eran muy altas. Cuando los precios en el mercado mundial cayeron, a la inversa, el IAPI pasó a subsidiar a los terratenientes.

[3] Todo este capítulo es producto de una colaboración de Mauricio Fau.


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