[por Jaime Arturo Sánchez Trujillo]
El lunes a eso de
las siete de la mañana perdí la cédula mientras realizaba unas “diligencias
ciudadanas” en el centro de la ciudad.
De inmediato
deshice mis pasos preguntando por ese papelillo verdugo en los pocos negocios
que apenas abrían. Indagué también en las filas tempranas de usuarios de las
empresas de salud, a los encargados de barrer las calles y a un sinnúmero de
habitantes de intemperies que a esas horas abren los ojos un rato, sacuden sus
costales y patrullan el vasto hormigón, porque parece que saben lo que dice un
viejo libro de sabiduría: “la pérdida del ciudadano es ganancia del andariego”.
Están convencidos
de que se toparán alguna cosa extraviada en la noche o el amanecer por los
correcaminos en fiesta y por los “entramitados” tempranos de múltiples cosas,
que desfilan apurados al alba del exabrupto. O por los despistados como yo.
Nadie me dio una
respuesta afirmativa. Pero escuché de todo: “Como es de maluco que se le pierda
a uno esa cosa” decían. “Paila tío, sin eso uno no vale nada”. “A mí se me
perdió hace un año y la tuve que volver a sacar”. “Sí alguno se la encontró, no
creo que se la devuelvan”, alcanzó a decir por último un maestro de
desesperanzas.
En fin.
Considerándome entrado a la barra de los atortolados, volví al apartamento y
empecé a tramitar vía internet un duplicado, mientras recordaba los años en que
vagaba indocumentado y libre, sin casa, sin beca, sin carro, sin nada por la
sanguinolenta urbe, con solo una muda de ropa en una bolsa plástica, el libro
de las mutaciones bajo el brazo que me servía de cabecera para dormir en los
parques, y mi libreta de apuntes.
En esos años en
que se abría el alma a la verdad interior, enfrentando el horror y las
vicisitudes de la ciudad rota. Un recorrido “de siglos en tropiezos” en los
cuales asistí a la escuela del desasosiego, asomado al oficio de vagabundo del
Karma, del dharma, del artha, del kāma por los suburbios de la noche. Remando a
contracorriente de todo, en una tierra dinamitada e incendiada con furor en sus
cuatro costados por los despiadados mercaderes que se atornillaron al poder y
hoy mal gobiernan y mandan este violento, mediocre y triste país. No menos que
otros.
Todo salió mal en
el computador, el enlace de la registraduría civil que expide la documentación,
se mostró caprichoso. Por más de una hora me mamó gallo y como ya todo el mundo
sabe, es pelea perdida alegar con las pantallas. Fui entonces a una tienda
internet a solicitar este servicio, pero la página en la Web terminó por informarle
al sujeto, después de muchas vueltas, que por tal o cual motivo, había que
esperar 24 horas para reiniciar el fastidioso trámite.
El día siguiente
a eso de las 11 am, intenté otra vez probar suerte en mi aparato cibernético y
lo logré. Pero estando a un paso del objetivo se fue la conexión y me quedé ahí
cabreado al frente de la pantalla ojivacío, balbuceando algunas gruesas
palabras, de esas que aparecen en el libro del loco de La Mancha y en las ollas
de Medellín. Y salí malhumorado y piedro, pensando de nuevo buscar la oficina
de los computadores para solicitar el servicio con un experto. Me recriminaba
pensando que no era posible que hubiera cometido semejante descuido, semejante
desinteligencia, algo que después de la pérdida tardía de la inocencia es lo
peor y más fastidioso que le pueda ocurrir a quien hace trámites ciudadanos de
salud. Que es para lo único que la necesito.
Había caminado
una media cuadra, cuando me habló esa vocecilla interior que a todos nos
habita, para anunciarnos venturas o desgracias. Ese genio oculto del reino de
la premonición que no todos perciben, que juega con el azar, la realidad y el destino.
Me decía que la buscara de nuevo. Fantaseando empecé a mirar al piso justo en
la entrada de un parqueadero vecino esperando encontrarla caída por ahí en un
hueco de la acera o en la ranura de una alcantarilla. Me consolaba pensando que
solo habían transcurrido 72 horas del infortunio. De repente, de adentro de un
parqueadero, una mujer que tenía allí una venta de repuestos gritó sacándome
del espejismo.
“¡Señor, señor,
ey, ey!... Yo creo que aquí tiene algo”, me dijo con un gesto malicioso. Era mi
cédula. Me sorprendió el hecho y mucho más me extrañó que me identificara pues
no nos conocíamos y porque con eso de los tapabocas uno anda hoy por la vida
siempre enmascarado. A renglón seguido me contó que un empleado la había
encontrado tirada en un rincón del local.
La mulata, que no
llegaba a los veinticuatro, irrevocablemente se negó a aceptar recompensas por
su papel en la cadena surrealista de entrega del documento. Únicamente quería
saber algo que preguntó curiosa. “A usted se le perdió así”, refiriéndose al
delicado sobre en que fue hallada. Le dije que no y quedé mudo, asombrado.
Luego retomé el poderoso cartón que estaba metido en una pequeña bolsa
transparente de tul naranja, como si fuera una ofrenda o un regalo para
alguien. O un aguinaldo adelantado, según podrían pensar los creyentes y
guardadores de ceremonias que un día después, el 16 de diciembre, estarían celebrando
la acostumbrada entrega de regalos navideños.
Sí. Allí estaba
solemne el infame registro. Había sido devuelto, había retornado
enigmáticamente el papelucho ciudadano, tan indispensable para existir y auto
incriminarse en estas sociedades de forzosos controles oficiales, estatales.
Cuando la tuve en
mi mano cara a cara, por momentos creí ver sonriendo burlonamente mi foto, como
si tuviera el secreto, la respuesta del inverosímil suceso, de quién o qué, se
tomó el trabajo de dejarla así tal delicadamente envuelta y la molestia de
organizar todas las secuencias del espacio y el tiempo para que me regresara.
Se dice en la
literatura de ficción que en otras dimensiones existen seres o entidades que se
dan sus vueltas por nuestras vidas para actuar misteriosa e inexplicablemente
desde el anonimato. A muy buena hora y de muy buenas mañas lo hicieron conmigo.
Que estas no eran afortunadamente, las inescrupulosas entidades bancarias y
rapaces.
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