viernes, 1 de enero de 2021

La cédula

  [por Jaime Arturo Sánchez Trujillo]

 

    El lunes a eso de las siete de la mañana perdí la cédula mientras realizaba unas “diligencias ciudadanas” en el centro de la ciudad.

    De inmediato deshice mis pasos preguntando por ese papelillo verdugo en los pocos negocios que apenas abrían. Indagué también en las filas tempranas de usuarios de las empresas de salud, a los encargados de barrer las calles y a un sinnúmero de habitantes de intemperies que a esas horas abren los ojos un rato, sacuden sus costales y patrullan el vasto hormigón, porque parece que saben lo que dice un viejo libro de sabiduría: “la pérdida del ciudadano es ganancia del andariego”.

    Están convencidos de que se toparán alguna cosa extraviada en la noche o el amanecer por los correcaminos en fiesta y por los “entramitados” tempranos de múltiples cosas, que desfilan apurados al alba del exabrupto. O por los despistados como yo.

    Nadie me dio una respuesta afirmativa. Pero escuché de todo: “Como es de maluco que se le pierda a uno esa cosa” decían. “Paila tío, sin eso uno no vale nada”. “A mí se me perdió hace un año y la tuve que volver a sacar”. “Sí alguno se la encontró, no creo que se la devuelvan”, alcanzó a decir por último un maestro de desesperanzas.

    En fin. Considerándome entrado a la barra de los atortolados, volví al apartamento y empecé a tramitar vía internet un duplicado, mientras recordaba los años en que vagaba indocumentado y libre, sin casa, sin beca, sin carro, sin nada por la sanguinolenta urbe, con solo una muda de ropa en una bolsa plástica, el libro de las mutaciones bajo el brazo que me servía de cabecera para dormir en los parques, y mi libreta de apuntes.

    En esos años en que se abría el alma a la verdad interior, enfrentando el horror y las vicisitudes de la ciudad rota. Un recorrido “de siglos en tropiezos” en los cuales asistí a la escuela del desasosiego, asomado al oficio de vagabundo del Karma, del dharma, del artha, del kāma por los suburbios de la noche. Remando a contracorriente de todo, en una tierra dinamitada e incendiada con furor en sus cuatro costados por los despiadados mercaderes que se atornillaron al poder y hoy mal gobiernan y mandan este violento, mediocre y triste país. No menos que otros.

    Todo salió mal en el computador, el enlace de la registraduría civil que expide la documentación, se mostró caprichoso. Por más de una hora me mamó gallo y como ya todo el mundo sabe, es pelea perdida alegar con las pantallas. Fui entonces a una tienda internet a solicitar este servicio, pero la página en la Web terminó por informarle al sujeto, después de muchas vueltas, que por tal o cual motivo, había que esperar 24 horas para reiniciar el fastidioso trámite.

    El día siguiente a eso de las 11 am, intenté otra vez probar suerte en mi aparato cibernético y lo logré. Pero estando a un paso del objetivo se fue la conexión y me quedé ahí cabreado al frente de la pantalla ojivacío, balbuceando algunas gruesas palabras, de esas que aparecen en el libro del loco de La Mancha y en las ollas de Medellín. Y salí malhumorado y piedro, pensando de nuevo buscar la oficina de los computadores para solicitar el servicio con un experto. Me recriminaba pensando que no era posible que hubiera cometido semejante descuido, semejante desinteligencia, algo que después de la pérdida tardía de la inocencia es lo peor y más fastidioso que le pueda ocurrir a quien hace trámites ciudadanos de salud. Que es para lo único que la necesito.

    Había caminado una media cuadra, cuando me habló esa vocecilla interior que a todos nos habita, para anunciarnos venturas o desgracias. Ese genio oculto del reino de la premonición que no todos perciben, que juega con el azar, la realidad y el destino. Me decía que la buscara de nuevo. Fantaseando empecé a mirar al piso justo en la entrada de un parqueadero vecino esperando encontrarla caída por ahí en un hueco de la acera o en la ranura de una alcantarilla. Me consolaba pensando que solo habían transcurrido 72 horas del infortunio. De repente, de adentro de un parqueadero, una mujer que tenía allí una venta de repuestos gritó sacándome del espejismo.

    “¡Señor, señor, ey, ey!... Yo creo que aquí tiene algo”, me dijo con un gesto malicioso. Era mi cédula. Me sorprendió el hecho y mucho más me extrañó que me identificara pues no nos conocíamos y porque con eso de los tapabocas uno anda hoy por la vida siempre enmascarado. A renglón seguido me contó que un empleado la había encontrado tirada en un rincón del local.

    La mulata, que no llegaba a los veinticuatro, irrevocablemente se negó a aceptar recompensas por su papel en la cadena surrealista de entrega del documento. Únicamente quería saber algo que preguntó curiosa. “A usted se le perdió así”, refiriéndose al delicado sobre en que fue hallada. Le dije que no y quedé mudo, asombrado. Luego retomé el poderoso cartón que estaba metido en una pequeña bolsa transparente de tul naranja, como si fuera una ofrenda o un regalo para alguien. O un aguinaldo adelantado, según podrían pensar los creyentes y guardadores de ceremonias que un día después, el 16 de diciembre, estarían celebrando la acostumbrada entrega de regalos navideños.

    Sí. Allí estaba solemne el infame registro. Había sido devuelto, había retornado enigmáticamente el papelucho ciudadano, tan indispensable para existir y auto incriminarse en estas sociedades de forzosos controles oficiales, estatales.

    Cuando la tuve en mi mano cara a cara, por momentos creí ver sonriendo burlonamente mi foto, como si tuviera el secreto, la respuesta del inverosímil suceso, de quién o qué, se tomó el trabajo de dejarla así tal delicadamente envuelta y la molestia de organizar todas las secuencias del espacio y el tiempo para que me regresara.

    Se dice en la literatura de ficción que en otras dimensiones existen seres o entidades que se dan sus vueltas por nuestras vidas para actuar misteriosa e inexplicablemente desde el anonimato. A muy buena hora y de muy buenas mañas lo hicieron conmigo. Que estas no eran afortunadamente, las inescrupulosas entidades bancarias y rapaces.



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