[por Rosa Luxemburg]
[Este artículo, conocido mayormente como “Contra la pena capital” o “Contra la pena de muerte”, en verdad fue publicado el 18 de noviembre de 1918 en el Nº 3 de Die Rote Fahne (La Bandera Roja), órgano de la Liga Spartakus, con el título “Una cuestión de honor”. Hasta no contar con una versión directa del alemán, nos atenemos a esta, proveniente de una en inglés bastante difundida a través de diversas ediciones de las “Obras escogidas” en castellano.
Rosa Luxemburg es liberada de la prisión de Breslau (en alemán; en polaco: Wroclaw) el 9 de noviembre de 1918 y al día siguiente está en Berlín para incorporarse a la acción revolucionaria, al frente de su organización política. Los socialdemócratas mayoritarios ordenarán asesinarla apenas dos meses después, el 15 de enero de 1919, tras la fundación del Partido Comunista de Alemania. (Nota del Espacio Rosa Luxemburg) ]
Ahora están todos en libertad.
Nos encontramos nuevamente en las filas,
listos para el combate. No fue la camarilla de Scheidemann y sus aliados
burgueses, con el príncipe Max von Badén a la cabeza, quienes nos liberaron. Fue
la revolución proletaria la que hizo saltar las puertas de nuestras celdas.
Pero la otra clase de infelices habitantes
de esas sombrías mansiones ha sido completamente olvidada. Nadie piensa ahora
en las figuras pálidas y tristes que suspiran tras los barrotes de la prisión
por haber violado las leyes ordinarias.
Sin embargo, también ellos son víctimas
desgraciadas del orden social infame contra el cual se dirige la revolución;
víctimas de la guerra imperialista que llevó la desgracia y la miseria hasta
los extremos más intolerables de la tortura; víctimas de esa horrorosa masacre
de hombres que liberó los instintos más viles.
La justicia de las clases burguesas fue
nuevamente como una red que permitió escapar a los tiburones voraces, atrapando
únicamente a las pequeñas sardinas. Los especuladores que ganaron millones
durante la guerra han sido absueltos o han recibido penas ridículas. Los
ladronzuelos, hombres y mujeres, han sido sancionados con severidad draconiana.
Agotados por el hambre y el frío, en celdas
sin calefacción, estos seres abandonados por la sociedad esperan piedad y
compasión.
Han esperado en vano, porque en su afán de
obligar a las naciones a degollarse mutuamente y distribuir coronas, el último
de los Hohenzollern olvidó a estos infelices. Desde la conquista de Lieja no ha
habido una sola amnistía, ni siquiera en la festividad oficial de los esclavos
alemanes, el cumpleaños del káiser.
La revolución proletaria debería arrojar un
rayo de bondad para iluminar la triste vida de las prisiones, disminuir las
sentencias draconianas, abolir los bárbaros castigos —las cadenas y azotes-, mejorar en lo posible la atención médica, la alimentación y las condiciones de
trabajo. ¡Es una cuestión de honor!
El régimen disciplinario imperante,
impregnado de un brutal espíritu de clase y de barbarie capitalista, debería
modificarse radicalmente.
Pero una reforma total, acorde con el espíritu del socialismo sólo puede basarse en un nuevo orden social y económico; tanto el crimen como el castigo hunden sus raíces profundamente en la organización social. Sin embargo, hay una medida radical que puede tomarse sin complicados procesos legales. La pena capital, la vergüenza mayor del ultrarreaccionario código alemán, debería ser eliminada de inmediato. ¿Por qué vacila este gobierno de obreros y soldados? Hace doscientos años el noble Beccaria denunció la ignominia de la pena capital. ¿No existe esta ignominia para vosotros, Ledebour, Barth, Däumig?
¿No tenéis tiempo, tenéis mil problemas,
mil dificultades, mil tareas os aguardan? Cierto. Pero controlad, reloj en
mano, el tiempo que se necesita para decir: “¡Queda abolida la pena de muerte!”. ¿Diréis que para resolver este problema se requieren largas deliberaciones y
votaciones? ¿Os perderías así en la maraña de las complicaciones formales, los
problemas de jurisdicción, la burocracia departamental?
¡Ah! ¡Cuan alemana es esta revolución
alemana! ¡Cuan habladora y pedante! ¡Cuan rígida, inflexible, carente de
grandeza!
La olvidada pena de muerte es sólo un
pequeño detalle aislado. Pero, ¡con qué precisión se revela el espíritu motriz,
que guía a la revolución, en estos pequeños detalles!
Tomemos cualquier historia de la Gran
Revolución Francesa, por ejemplo, la aburrida crónica de Mignet.
¿Es posible leerla sin que el corazón lata
con fuerza y arda la frente? Quien la haya abierto en una página cualquiera,
¿puede cerrarla antes de haber oído, conteniendo el aliento, la última nota de
esa grandiosa tragedia? Es como una sinfonía de Beethoven elevada a lo
grandioso y a lo grotesco, una tempestad tronando en el órgano del tiempo,
grande y soberbia en sus errores al igual que en sus hazañas, en la victoria
tanto como en la derrota, en el primer grito de júbilo ingenuo y en el último
suspiro.
¿Y qué ocurre en este momento en Alemania?
En todo, sea grande o pequeño, uno siente
que estos son siempre los viejos y sobrios ciudadanos de la difunta
socialdemocracia, para quienes el carnet de afiliado es todo, y el hombre y el
espíritu, nada.
No debemos olvidar, empero, que no se hace
la historia sin grandeza de espíritu, sin una elevada moral, sin gestos nobles.
Al abandonar Liebknecht y yo las
hospitalarias salas donde vivimos en los últimos tiempos —él, entre sus pálidos
compañeros de penitenciaría y yo con mis pobres, queridas ladronas y mujeres de
la calle con quienes pasé tres años y medio de mi vida- pronunciamos este
juramento, mientras nos seguían con sus ojos tristes: “¡No os olvidaremos!”
¡Exigimos al comité ejecutivo de los
Consejos de Obreros y Soldados que tome medidas inmediatas para mejorar la
situación de los prisioneros en las cárceles alemanas!
¡Exigimos que se elimine inmediatamente la
pena de muerte del código penal alemán!
Durante
los cuatro años de masacre de los pueblos, la sangre fluyó en torrentes. Hoy,
cada gota de ese precioso fluido debería preservarse devotamente en urnas de
cristal.
La actividad revolucionaria y el profundo
humanitarismo: tal es el único y verdadero aliento vital del socialismo.
Hay que dar vuelta un mundo. Pero cada
lágrima que corre allí donde podría haber sido evitada es una acusación; y es
un criminal quien, con inconsciencia brutal, aplasta una pobre lombriz.
(18
nov 1918)
Título
original : «Eine Ehrenpflicht ». Publicado en Die Rote Fahne (Berlin), n° 3 - 18 noviembre 1918.
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