[por Rosa Luxemburg]
['Homeless' en Los Ángeles, EE.UU., 2019.]
Un acontecimiento acaba de turbar
cruelmente la atmósfera de fiesta de nuestra capital. Las almas piadosas venían
justamente de entonar el bello canto tradicional: “Navidad de alegría, Navidad
de misericordia”, cuando se esparció bruscamente la noticia de que un
envenenamiento en masa acababa de producirse en el asilo municipal. Las
víctimas eran de diversas edades: Joseph Geihe, empleado, 21 años, Karl
Melchior, obrero, de 47 años, Lucien Scieptarorski, 65 años, etc. Cada día se
traían nuevas listas de hombres sin casa, victimas del envenenamiento: La
muerte los aniquilaba por todas partes: en el albergue, en la prisión, en el
“chaufoir” público o simplemente en la calle, acurrucados; en cualquier rincón.
Antes de que el año nuevo naciera, al son de las campanas, 150 se retorcían
presas de los espantos de la agonía y 70 estaban ya muertos.
Durante muchos días, el modesto
edificio de la calle de Froebel, que todo el mundo rehuye en tiempo ordinario,
concentra hoy sobre él, la atención general. ¿Cuál era, pues, la causa de este
envenenamiento en masa? ¿Se trataba de una epidemia o de un envenenamiento
provocado por el consumo de alimentos en descomposición? La policía se dio
prisa en restablecer la tranquilidad de la población: no se trataba de una enfermedad
contagiosa. Mejor dicho, el hecho no presentaba ningún peligro para la
población decente, para las gentes distinguidas de la ciudad. La muerte no
tocaba más que a los “habituales” del albergue nocturbo, los cuales, con
ocasión de la fiesta de Navidad, habían ingerido quizás arenques podridos o
aguardiente infectado, “a trés bon marché”.
Pero aquellas gentes ¿dónde habían
conseguido esos arenques podridos? ¿Los habían comprado a un vendedor ambulante
de pescado? ¿o los habían recogido de los montones de basura en el mercado?
Esta ultima hipótesis fue inmediatamente descartada por la perfecta razón de
que los desechos de los mercados no constituyen, como podrían imaginarlo las
gentes superficiales e ignorantes de las sanas medidas de la economía política,
un bien sin dueño, del cual el primer vagabundo que llega se puede apropiar.
Estos desechos son reunidos y vendidos a grandes empresas que les utilizan para
el engorde de puercos. Se les desinfecta y muele cuidadosamente. Así sirven de
alimento a ese rebaño. Individuos vigilantes de la policía de mercados velan
para evitar que los vagabundos vengan a tomar sin autorización el alimento de
los puercos, para comerlo así sin desinfectar y sin moler. Era, pues, imposible
que, como algunos lo imaginan fácilmente, los sin hogar hubieran recogido su
festín de Navidad entre los montones de basura de los mercados. Es por esto que
la policía buscaba al vendedor ambulante o al pulpero que ha vendido el
aguardiente infectado, que determinó el envenenamiento.
En el transcurso de toda su existencia Joseph
Gehie, Karl Melchior, Lucien Sciptoriopski, no habían nunca atraído la atención
tanto como hoy. Pensad, pues, ¡qué gran felicidad! Verdaderas juntas médicas
secretas investigan prolijamente entre los intestinos de las recientes
víctimas. El contenido de sus estómagos, para los cual el mundo había hasta
entonces manifestado tanta indiferencia, es ahora examinado minuciosamente y
hecho objeto de apasionadas discusiones en toda la prensa.
Los periódicos anuncian que diez médicos se
ocupan en preparar líquidos para el cultivo del bacilo, causa del
envenenamiento. Por otro lado, se quiere saber de una manera precisa dónde cayó
enfermo cada uno de esos miserables; ¿en el “Tenil” donde la policía encontró
muerto a alguno de ellos o en el albergue donde otros habían pasado la noche?
Lucien Sciptierovski ha devenido súbitamente una importante personalidad y si
él no fuera en este momento cadáver de olor nauseabundo sobre la mesa de
disección seguramente tendría para inflarse de vanidad.
Sí, el emperador mismo —¡que Dios sea
bendito!— está preservado de peores males gracias al aumento, debido a la carestía de la vida, de tres millones de marcos que le ha sido aumentado sobre su pensión
civil que recibe en calidad de rey de Prusia— el emperador mismo pide
insistentemente noticias de los envenenados en tratamiento en el hospital
municipal. Y su alta esposa, femenina y enternecidamente, hace por intermedio
del chamberlán Von Winterfeld, expresiones de su condolencia a M. Kirschner,
burgomaestre de la ciudad. En verdad, el burgomaestre Kirschner no ha comido
arenque a pesar de su precio barato y se encuentra él con su familia en
excelente estado de salud.
No es tampoco que nosotros lo creamos
parientes o relacionados de Joseph Gehie o de Lucien Sciptierovski. Pero
después de todo ¿a quién el señor chamberlán Von Winterfeld debía expresar las
condolencias de la emperatriz? No podía evidentemente trasmitir las
salutaciones de su majestad a los pedazos de cadáveres que yacían sobre la mesa
de disección. En cuanto a los miembros de sus familias ¿hay alguien que los
conocía? ¿Quién podría encontrarlos en los cabarets, los hospicios, los barrios
de prostitución, y también en las fábricas y las minas donde ellos trabajan? Es
por esto que el burgomaestre M. Kirschner acepta en nombre de ellos la
condolencia de la emperatriz, lo que le da fuerzas para hacer suyo y soportar
estoicamente el dolor de los parientes de Scipterovski.
Ante la catástrofe, en el Concejo Municipal
se dieron pruebas de sangre fría viril. Se hicieron investigaciones. Se
redactaron comunicados cubriendo de tinta innumerables hojas de papel. Pero a
pesar de todo, se tuvo siempre la cabeza en alto y contra los espantos de la
agonía en los cuales otros hombres se debatían, se permaneció con valor, con el
estoicismo de los héroes antiguos delante de su propia muerte.
Y sin embargo, todo este suceso ha puesto
una nota discordante en la vida pública. Ordinariamente nuestra sociedad
conserva cierto carácter de decencia exterior. Ella observa la honorabilidad,
el orden y buenas costumbres. Aunque es cierto que hay lagunas o imperfecciones
en la estructura y en la vida del Estado.
¿Pero después de todo, el Sol no tiene
también manchas? ¿Y existe aqui abajo alguna cosa perfecta? Los obreros mismos,
los mejor pagados, los que están organizados, creen de buena voluntad que la
existencia y la lucha del proletariado se prosiguen dentro de límites de
honorabilidad y compostura. ¿La gris teoría del pauperismo no ha sido refutada [1] ya desde hace tiempo? Todos saben
bien que existen albergues nocturnos, mendigos, prostitutas, “soplones”,
criminales y otros elementos de perturbación. Pero se piensa ordinariamente en
esto, como en algo lejano, existente en alguna parte, fuera de la sociedad
propiamente dicha.
Entre la clase obrera exitosa y sus
parias hay un muro y se piensa raramente en los miserables que se arrastran en
el fango, al otro lado del muro. Pero, bruscamente algo sucede, algo que hace
el mismo efecto que si en un círculo de gentes bien educadas, amables y
distinguidas, alguien descubriera por casualidad en medio de los muebles caros
y preciosos, las huellas de un crimen abominable o de innobles corrupciones.
Bruscamente un horrible espectro arranca a nuestra sociedad su máscara de
compostura y enseña a todos que su honorabilidad no es más que el atavío de una
prostituta. Bruscamente aparece que la superficie brillante de la civilización
cubre un abismo de miseria, de sufrimiento y de barbarie. Verdaderos cuadros
del infierno surgen, en los que se ven criaturas humanas hurgando en los
montones de basura. Buscan los desechos, retorciéndose en los espantos de la
agonía. Se les ve así, agonizando, enviar a lo alto su aliento pestilente.
Y el muro que nos separa de este
siniestro reinado de sombras aparece bruscamente como un simple decorado de
papel pintado.
¿Quienes son, pues, estos habituales del albergue
nocturno de noche envenenados por el arenque podrido o el aguardiente infecto?
Un dependiente de almacén, un albañil, un tornero, un herrero, obreros,
obreros, nada más que obreros. ¿Y quiénes son, pues, los sin nombre que no han
podido ser identificados por la policía? Obreros, siempre; nada más que
obreros, en todo caso que lo eran todavía no hace mucho tiempo.
Y, en verdad, ningún obrero está
garantizado contra el albergue o el arenque podrido. Ahora, vigoroso todavía,
honesto, trabajador, ¿qué devendrá mañana si ya no es recibido en su trabajo
porque habrá alcanzado el fatal limite de edad o que su patrón lo declara
inutilizable? ¿Qué será de esta vida si mañana cae víctima de un accidente que
hará de él un inválido, un mendigo? Se dice: las gentes fracasadas en el asilo
no son en su mayor parte más que débiles y malos elementos. Viejos con el
espíritu débil, jóvenes criminales, de atenuada responsabilidad. Es posible,
pero los malos elementos de las clases superiores no caen nunca en el asilo
sino que son enviados a los sanatorios o al servicio de las colonias donde
puedan satisfacer con toda libertad sus perversos instintos en las personas de
los negros y de las negras.
Ancianas reinas y grandes duquesas que
devienen idiotas, pasan el resto de sus días en palacios suntuosos rodeadas de
una muchedumbre de respetuosos servidores. Para el viejo sultán Abdul Amid [2], ese monstruo abyecto que tiene
sobre su conciencia millares y millares de víctimas y al que sus crímenes
innumerables y sus excesos sexuales han entorpecido los sentidos, la sociedad
le tiene preparado como último refugio una espléndida villa con magníficos
jardines, cocineros de primer orden y un harem de florecientes mujeres, de doce
años para arriba.
Para el joven criminal Prosper
Eherenberg [3], una prisión
confortable, bien provista de champagne, de ostras y una gozosa sociedad. Para
los príncipes de instintos pervertidos, la indulgencia de los tribunales, la
abnegación de esposas heroicas y la dulce consolación de una buena y añeja
cara. Para Madame d’Kbestein, esa mujer que tiene sobre su conciencia un
asesinato y un suicidio, una confortable existencia burguesa, “toilettes” de
seda y la simpatía discreta de la sociedad.
Pero los viejos proletarios en los que la
edad y el trabajo y las privaciones han debilitado el espíritu revientan como
los perros de Constantinopla, en las calles, contra los muros, en los albergues,
en el arroyo, y al lado de ellos se encuentra por todo rastro una cola de
arenque podrido. La división de clases se evidencia duramente, cruelmente,
hasta en la locura, hasta en el crimen, hasta en la muerte. Para la canalla
aristocrática, la indulgencia de la sociedad y los goces hasta el último sorbo.
Para el Lázaro proletario, el hambre y el bacilo de la muerte en los montones
de basura.
Es así como se acaba la existencia
reservada al proletario en la sociedad capitalista. Apenas sale de la infancia,
comienza como un obrero trabajador y honesto en el infierno del servicio
paciente y cotidiano en provecho del capital. Por millones y decenas de
millones el oro aumenta en las granjas de los capitalistas. Una ola de riquezas
cada vez más formidable se vierte en los bancos y las bolsas de valores. En
tanto, los obreros en masas grises y silenciosas atraviesan cada tarde las
puertas de las fábricas y de las construcciones, como las pasaron en las
mañanas, miserables, vagabundos, comerciantes eternos que llevan al mercado el
solo bien que poseen: su propia piel.
De tiempo en tiempo un accidente, una
tempestad los barre por docenas y por centenas de la superficie de la tierra.
Una pequeña nota en el periódico, una cifra redonda, hacen conocer brevemente
el accidente. Al cabo de algunos días se les ha olvidado y su último suspiro es
apagado por el jadeo y las trepidaciones de la carrera de las ganancias. Al
cabo de algunos días, nuevas decenas y centenas, ocupan sus plazas bajo el yugo
del capital.
De tiempo en tiempo sobreviene una crisis,
semanas y semanas de paro, de lucha desesperada con el hambre. Siempre el
obrero consigue prenderse a cierta capa infernal, feliz de poder tender de
nuevo sus músculos y sus nervios al servicio del capital.
Sin embargo, las fuerzas disminuyen poco a
poco. Un prolongado desempleo, un accidente, la vejez que se aproxima y, he
aquí al obrero obligado a aceptar la primera ocupación que encuentra. Pierde su
profesión y cae cada vez más bajo irremediablemente. El azar domina bien pronto
su existencia, la desgracia lo persigue. El encarecimiento de la vida lo golpea
cada vez más duramente. La energía constantemente desplegada en la lucha por el
pan, se relaja al fin; su amor propio desaparece y he aquí que bien pronto se
encuentra ante la puerta del albergue nocturno y en otros casos ante la de la
prisión.
Todos los años millares de existencias
proletarias se desplazan así, fuera de las condiciones de existencia normal de
la clase obrera, hacia los bajos fondos de la miseria. Se desplazan
insensiblemente como un sedimento sobre el suelo de la sociedad, igual que las
sustancias inútiles, de los que el capital no puede sacar ya ningún provecho:
igual que un montón de basura humana que la sociedad barre despiadadamente con
su escoba de hierro. El brazo de la ley, el hambre y el frío, sirven aquí a su
entera comodidad. Y en fin de cuentas, la sociedad burguesa tiende a sus parias
la copa de veneno que les hace desaparecer.
”El Sistema de asistencia pública, dice
Carlos Marx en El capital, está representado por la casa de inválidos, los
obreros ocupados y el peso muerto de los ‘sin trabajo’. En la sociedad
capitalista el trabajo está indisolublemente ligado al paro [desocupación]. El
uno y el otro son igualmente necesarios; el uno y el otro son una condición
indispensable de la producción capitalista. Más son considerables la riqueza
social, el capital explotador, las dimensiones y velocidad de su crecimiento y
por consecuencia la plenitud absoluta del proletariado y del rendimiento de su
trabajo y más considerable es la capa de sus desocupados. Pues, mientras más
considerable es esta capa de desocupados en relación a la masa de obreros
ocupados, es más considerable también la capa de obreros en excedente,
reducidos a la miseria. Es ésta una ley ineluctable de la producción
capitalista”.
Lucien Scipterovski que muere en la calle
envenenado por un arenque podrido pertenece al proletariado, tanto como el
obrero calificado que recibe buen salario, compra cartas postales de nuevo año
y una dorada cadena de reloj. El albergue nocturno y el Deutsche Bank [4] son los dos pivotes básicos de esta
sociedad. Y el festín de arenque podrido y de aguardiente envenenada en el albergue
nocturno es el reverso invisible del caviar y del champagne en la mesa del
millonario. Esos señores de los consejos médicos secretos pueden seguir
buscando durante mucho tiempo al micróscopio el germen de muerte en los
intestinos de los envenenados y preparar líquidos de cultivo. Sin embargo, el
verdadero bacilo del que han muerto las gentes del asilo municipal es la
sociedad capitalista y sus productos.
Cada día los sin albergue mueren de hambre
y de frío. Nadie se ocupa de ellos, a no ser el parte cotidiano de la policía.
La emoción provocada esta vez por este fenómeno banal se explica únicamente por
su carácter de masa. Pues no es más que cuando su miseria adquiere un carácter
de masa que el proletario puede obligar a la sociedad e interesarse por él.
Hasta el mismo sin hogar en su aspecto de masa simplemente tomada como un
montón de cadáveres adquiere una verdadera importancia pública.
En tiempo ordinario, un cadáver es una cosa muda, sin la menor importancia. Pero hay cadáveres que hablan más alto que las trompetas e iluminan aventajando a las antorchas. Después del combate de barricadas del 18 de marzo de 1848, las obreros de Berlín levantando en sus brazos los cadáveres de sus hermanos caídos en el curso de la lucha, los condujeron delante del palacio real y obligaron al despotismo a saludar a sus víctimas. Ahora se trata de levantar los cadáveres de los sin hogar de Berlín envenenados, que son la carne de nuestra carne, y la sangre de nuestra sangre, sobre nuestros brazos, nuestros millones de brazos proletarios y de conducirlos en la nueva jornada de lucha que se abre ante nosotros, a los gritos mil veces repetidos: “¡Abajo el orden social infame que engendra tales horrores!”.
(1º
de enero de 1912)
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NOTAS
[1]
Expresión tomada del Fausto de Goethe.
[2]
Abdul-Hamid II (1842-1918), 34º sultán otomano. Fue asesinado por los armenios.
Destronado en 1909 por Mehmet V.
[3]
Los Eherenberg eran una vieja familia principesca alemana.
[4]
El más importante banco en
Nota del Espacio Rosa
Luxemburg:
Publicado en: Die Gleichheit [La igualdad]. Stuttgart, 22. Año 1912, Num. 8, pp.
113-115.
Este
texto aun está en espera de su cotejo con la versión en alemán. Hemos corregido erratas y errores elementales que se observaban en
esta versión en castellano, una de las que disponemos.
Más de cien años atrás... y es como si Rosa Luxemburg estuviera hablando de nuestra realidad actual... Salvo algunas migajas que la organización capitalista actual da a los oprimidos y a los cada vez más numerosos desocupados y personas debajo de la línea de pobreza... Cuánta injusticia y cuánto dolor para la humanidad...
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