[por Norberto Malaj]
[El Club de los Jacobinos.]
(Primera parte)
Un artículo que se publicó en el blog de Signos del Topo [1] dio lugar –de modo privado– a unos comentarios críticos de un lector. Nuestro “Encarnación Ezcurra, Evita, Cristina” (16/1) no fue cuestionado alrededor de su eje central —el carácter reaccionario de la figura de la esposa de Rosas. Página/12 había emparentado a ésta con Evita y Cristina. Tras una identidad de género entre las tres, o sea un supuesto y vulgar feminismo que en absoluto se corresponde con la verdad, demostramos que el intento de aunar a esas tres mujeres ideológica y/o políticamente era forzado y caprichoso.
De las
dos primeras sobran pruebas de su carácter catolicón y favorable a que la mujer
opere a lo sumo como ‘auxiliar’ o ‘servidora’ del hombre/macho. CFK solo muy
relativamente puede ser considerada ‘feminista’ (incluso en su versión burguesa
y conservadora). El único atributo que la habilita para ello es el uso (y
abuso) del plural para el femenino y el masculino, no mucho más. Como
Encarnación Ezcurra y Evita, CFK toda su vida se manifestó partidaria del
‘patriarcado’, cerró filas en defensa del matrimonio burgués y se opuso al
derecho al aborto. También como las otras dos mujeres, siempre se declaró
devota creyente y defensora de la iglesia; claro que más polite con los tiempos que corren, sin siquiera haber apoyado el
matrimonio igualitario, supo caer siempre ‘parada’ en el momento oportuno.
Ahora,
si se trata del posicionamiento frente al gran capital agrario-industrial, no
cabe duda que Cristina está más cerca de Encarnación Ezcurra-Rosas-Anchorena,
170 años atrás, que del odio que Evita profesaba a la ‘puta oligarquía’. Ese
odio tuvo apenas efectos demagógicos —en particular, en la primera etapa del
peronismo. Perón en su segunda presidencia fue un completo servidor de la renta
agraria de los grandes terratenientes vía los “precios sostén” que pagaba el
IAPI [2]. Por supuesto que la
prédica anti-oligárquica de Evita, no por lo dicho antes, provocó menos odio de
la oligarquía contra ella (ese sentimiento apuntó siempre contra la clase
obrera).
Encarnación Ezcurra formó parte de la élite
poscolonial que forjó a la oligarquía, en particular la más poderosa: la
bonaerense. Entre la prédica y la acción de Rosas y su mujer, por un lado; y
los ‘exabruptos’ anti oligárquicos de Evita hay un abismo —ni hablar que
estamos más cerca de los últimos. Claro que el peronismo se valió siempre de
esto como un santo y seña para esconder su visceral conservadurismo en relación
a la cuestión agraria. Ambos próceres del nacionalismo argentino del siglo XX,
Yrigoyen y Perón, ni remotamente rozaron el dominio de la propiedad del
latifundio. En este aspecto, el peronismo estuvo bien por detrás de otras
expresiones del nacionalismo burgués latinoamericano.
Jacobinismo
(I)
Nuestro
comentarista se refirió a una cuestión que el artículo “Encarnación Ezcurra,
Evita, Cristina” trató en forma somera o tangencial. El crítico toma distancia
de la afirmación que refiere a la mediocridad de nuestros próceres. En
particular de aquellos que señalamos como los “inmaculados”: Belgrano y San
Martín. Curiosamente, cierra filas con esa opinión cuasi unánime, no importa si
de tirios ‘liberales’ o troyanos ‘revisionistas’ —como dijimos, cada uno viste al
‘santo’ como mejor le sirve.
En honor
a la verdad: el famoso ‘revisionismo histórico’ no hizo más que un ajuste
parcial de cuentas con el “padre” de la historiografía argentina: fue el
‘liberal’ Bartolomé (sanguinario) Mitre quien erigió en el panteón de los
próceres a Belgrano y San Martín a partir de las obras apologéticas que a cada
uno consagró. Lo hizo muchos años después de la muerte de ambos y cuando en
Argentina eran ya ilustres desconocidos (entre la acción pública de ambos y
esos textos mediaron en promedio 40/50 años). En esto el abismo entre la
historiografía de nuestras pampas y las de los próceres de EE.UU. o
Francia—Washington, Benjamín Franklin, etc., o Napoleón— con quienes habíamos
comparado de modo general a los próceres argentinos, es abismal. El legado de
los “padres fundadores” en Norteamérica cimentó una nación que permitió la
extensión de las primeras trece colonias hacia el oeste alcanzando el Pacífico
en menos de cincuenta años y construyendo una gran nación (dejemos a un lado
que esto se hizo en parte a expensas de Mexico).
La
‘argentinidad’ necesitó de un Belgrano y un San Martín (se evita mencionar que
el último nada tuvo que ver con nuestro Mayo) cuando la proto-oligarquía
bonaerense se afianzó y liquidó las aspiraciones que Castelli expuso en el
Tahuantinyusofrente a las masas indígenas. Allí, en proclamas que se
distribuyeron en quichua y aimará y sin pagar tributo alguno a la odiada
iglesia ‘evangelizadora’, Castelli prometió acabar no solo con los españoles sino
también con la opresión que perpetuaban los criollos adinerados. La curia
porteña y del Altiplano, en particular, reaccionó frente a esa acción jacobina
de Castelli como la iglesia venezolana cuando el terremoto que devastó Caracas
en 1812. La iglesia del Caribe declaró que había sido un “castigo de dios” por
el atrevimiento de los patriotas en alzarse contra la Corona (aquel terremoto
fue el más terrible que sufrió esa ciudad: murieron 12 mil caraqueños). Meses
después una contraofensiva realista termina con la primera república de
Venezuela. La que encabezó Miranda y por la cual termina su vida en prisión en
España. El rol retrógrado y reaccionario de la iglesia vaticana en América
Latina fue un factor determinante en el curso timorato y conservador de las
nuevas repúblicas debajo del río Bravo.
La
frustración del proyecto de Moreno-Artigas parió una nación amputada de medio
ex Virreinato, condenando a toda América Latina a su balcanización. La Gran Colombia imaginada por el venezolano a fines del siglo
XVIII no encontró una burguesía de estatura equivalente a la norteamericana.
Los Estados Unidos de América Latina quedaron enteramente como una tarea
democrática incumplida que sólo tendrá lugar bajo la revolución socialista
internacional. El “panamericanismo” burgués, desde fines del siglo XIX, alumbró
como una bandera que sirvió siempre al sometimiento de América Latina al
imperialismo norteamericano. Los EE.UU. llevaron a sus “padres fundadores” al
panteón cuando aún estaban en vida. El ‘rescate’ de Belgrano y San Martín se
hizo post mortem. Belgrano murió en soledad y despreciado; San Martín, alejado
del país y distanciado de todo compromiso político.
En la
acepción de nuestro crítico, Belgrano y San Martín habrían sido, sin embargo,
“los ‘centristas’ del jacobinismo vernáculo”, si bien —nos dice— “los
revolucionarios más consecuentes fueron Moreno, Castelli y Artigas”. En defensa
de los otros dos, sin embargo, agrega: “San Martín y Belgrano tuvieron que
manejarse en un fango muy difícil”. Descree, también, de la crítica que
hiciéramos a las tendencias pro-monárquicas de uno y otro: “En cuanto a la
monarquía constitucional que se achaca a Belgrano, no es tan clara. En cuanto a
San Martín, solamente habló de una monarquía inca”. Trascartón, en un acto que
pareciera colocarlo en el campo de la supuesta superioridad de San Martín sobre
Bolivar entre ambos Libertadores, el venezolano es castigado sin piedad: “De
hecho el reaccionario fue Bolívar que se oponía a la existencia de un rey inca.
El republicanismo blanco es blanco al fín, una monarquía constitucional India
es originaria, es decir pese a la gran contradicción la postura de Bolivar
estaba (y además estuvo) siempre a la derecha de San Martín”.
Jacobinismo
y revolución burguesa
Coincidimos
sí, con nuestro crítico, en abordar la revolución de Mayo —y todo el proceso
independentista de América Latina— no sólo como parte de la era de la
revolución burguesa sino, especialmente, a través de sus categorías de las que
se ha apropiado el marxismo. Pero ojo. Digamos desde ya que estas categorías
han servido para todo tipo de malabares anti-marxistas. Sin ir más lejos, Jacobin se denomina la principal
publicación de los Demócratas Socialistas de EE.UU. que tributan a Biden —y
fueron el principal respaldo del ‘independiente’ Sanders en las primarias del
partido Demócrata, en 2016 y 2020. Una versión local, y en español, tributaria
del nacionalismo burgués vernáculo, ha comenzado a salir recientemente.
Entonces,
al hablar de ‘jacobinismo’ hay que desbrozar el terreno. El criollismo blanco
vernáculo —la burguesía naciente del período tardocolonial— en toda América
Latina y el Caribe fue de modo general mucho más conservadora y timorata que su
equivalente de las trece colonias inglesas de Norteamérica. La razón de esto
hay que buscarla en la lucha que realmente inició nuestro proceso
independentista contra el dominio español (portugués y demás). Aquí no hubo una
guerra por el té contra Inglaterra, como en el Norte. Y no porque no hubiera
madurado una resistencia contra el monopolio español o portugués.
¿Por qué
fueron más timoratos los criollos de América Latina? Porque los primeros
levantamientos revolucionarios aquí fueron protagonizados por las masas
indígenas, mestizas y negras: el movimiento de Tupac Amaru que afectó a todo el
Alto Perú, el levantamiento de los comuneros en Colombia y, sobre todo, el gran
levantamiento negro de Haití bajo la dirección de Tousaint L´Ouverture, que
condujo en
¿Cuál es
la conclusión entonces? El jacobinismo, entendido como la expresión del ala
radical de la revolución burguesa, en América Latina tuvo expresiones muy
limitadas entre los criollos. Éstas tuvieron lugar no en los grandes centros de
la opresión colonial sino en dos ‘ciudadelas’ relativamente marginales, o
menores: en el Río de la Plata y en Venezuela. De modo general, sin embargo,
tuvo muchos claroscuros. Sus expresiones más avanzadas fueron indiscutiblemente
el artiguismo oriental y los hombres de Mayo reunidos en torno a las figuras de
Mariano Moreno y Castelli, por un lado; y Francisco de Miranda, ‘el precursor’
de la Gran Colombia, y Bolívar, por el otro.
En los
dos grandes centros más importantes de la colonización española, México y Perú,
la conducta de las clases criollas rozó lisa y llanamente, sino el
colaboracionismo directo con los españoles, una actitud completamente timorata.
México vivió un primer momento revolucionario con una gran intervención de
masas, bajo el levantamiento del cura Morelos y de Hidalgo que fue rápidamente
conjurado. El derrotero posterior de la independencia mexicana, junto a la de
Brasil, está en el panteón de los compromisos contrarrevolucionarios más notables de la historia de América
Latina.
Lo de
Perú fue aun peor. Hasta último momento la independencia de la cabeza del
Virreinato que España saqueó como ninguna otra colonia (incluidas Filipinas,
Holanda y el norte de África) costó… un ‘perú’. La cobardía de las élites de
Lima fue determinante en el fracaso de San Martín allí (por lejos el mayor de
su carrera) y de sus intentos de ‘compromiso’ con esas élites, a costillas
siempre de las clases populares. La cobardía de la burguesía peruana,
especialmente de las zonas bajas, estaba dictada por el recuerdo y el temor a
un nuevo alzamiento de características como el de 1780/1: levantamientos
indígenas y populares hubo cientos entre 1810 y 1825 y la oligarquía peruana
los conjuró siempre de la mano del ejército español.
Las
tendencias conservadoras de San Martín fueron en todo sentido más marcadas que
en ningún otro lado en relación con Perú: primero, se negó a emprender la
marcha por tierra para evitar un contacto con las vastas clases populares del
Alto Perú y la sierra y encarar un proceso de reanimamiento de las heroicas republiquetas criollas que el Directorio
porteño dejó aplastar sistemáticamente (esto hubiese sido más ‘barato’ e
infinitamente más efectivo); una vez instalado en Lima, su gobierno se sometió
a todos los dictados de aquellas élites. Las clases populares se resistieron a
su gobierno (por esto cayó asesinado su principal lugarteniente, Monteagudo).
Fue en Perú donde San Martín intentó consagrar príncipe a una figura de alguna
monarquía europea.
En Chile
San Martín libró sus grandes combates militares que los historiadores
compararon con los de Napoleón. Si bien no fueron tantos, sí más importantes
que los que libró Bolívar (aunque no tan sangrientos) contra tropas realistas.
Esto contrastó, sin embargo, con su acción política que bien lejos estuvo de
ser jacobina, incluso ‘centrista’: hizo ejecutar en Chile a tres de los grandes
líderes del ala más radical de la primera república que nació un año después de
nuestro Mayo. Fue derrotada por la pusilanimidad de las élites de Santiago. San
Martín, Monteagudo y O´Higgins hicieron ejecutar a dos de los hermanos Carrera
y al heroico guerrillero Manuel Rodríguez, los verdaderos “padres de la patria
chilena” y cabeza del ala ‘jacobina’ del proceso independentista chileno.
Ellos, igual que Artigas-Moreno-Castelli en el Río de la Plata, los Warnes y
Juana Azuduy en el Alto Perú y los paraguayos (primero del Dr. Francia y luego
de los Solano López) imaginaron una patria única y no balcanizada como terminó
ocurriendo. San Martín, que tuvo sus enfrentamientos con el Directorio de
Pueyrredón en Buenos Aires, cerró filas también con éste, sin embargo, para que
se librara de Artigas.
Sobre
Belgrano, un colega —Mauricio Fau— con quien preparamos una investigación sobre
ambos Libertadores, escribió una
enjundiosa obra que ilustra desde el título:
Belgrano, el contrarrevolucionario (Editorial La Bisagra, 2014). Invitamos
a su lectura.
A
Bolívar, el más contradictorio de los tres, le reservamos la segunda parte de
este texto.
Monarquía
y República [3]
En la
Historia es fatal manejarse con categorías idealistas. Una de las
disquisiciones clásicas del idealismo historiográfico, es el de la discusión
sobre las ‘preferencias’ de los “padres de la patria” por la monarquía o por la
república.
Monarquía
y república son presentadas como “modelos” que cada prócer ‘elige’ según su ‘visión’
del proceso emancipatorio.
La
realidad es bien distinta: las burguesías latinoamericanas identificaban, por
un lado, a la monarquía absoluta con los intereses del monopolio español, y por
el otro, a la república con la “anarquía” y la “democracia”, que en aquel
contexto se les presentaban como sinónimos.
La
república tenía el oprobioso origen continental del poder para los negros en
Haití, pasaba por la (demasiado escandalosa y para peor anti inglesa)
revolución norteamericana, se expresaba más cerca en el indomable Paraguay (que
proclamó su independencia y su república en 1811, mucho antes que el retorno
absolutista se hizo realidad) y remataba en el poderoso proceso de
independencia absoluta, república, reforma agraria y confederación, de la Liga
de los Pueblos Libres.
Entonces:
la monarquía constitucional no era un ‘gusto’ de la burguesía criolla dentro
del ‘menú’ de regímenes políticos, sino el que lograba cumplir con el objetivo
central de esa clase en ascenso: deshacerse del poder absoluto del rey, del
monopolio comercial y de las trabas al acceso a los cargos públicos para los criollos,
eso por un lado; por el otro, bloquear una independencia absoluta, que
implicaba participación de las masas en el poder político y en el acceso a la
tierra, libre navegación de los ríos y poder descentralizado y separado de
Buenos Aires.
Los planteos,
cartas, pronunciamientos y, por sobre todo los pasos concretos, tanto de
Belgrano como de San Martín, estuvieron siempre orientados a obtener una
independencia que desplazara a los comerciantes monopolistas y a los
funcionarios españoles en beneficio de los criollos, evitando al mismo tiempo
la irrupción de las masas en las decisiones políticas y en el reparto
económico.
Para
ello, la monarquía constitucional con matriz británica brindaba la fórmula
ideal.
Lo de la
monarquía incaica es un relato: luego de permanecer un año (1815) en Europa
junto a Rivadavia y Sarratea en busca de un “regente” (de cualquier potencia)
para el Río de la Plata –incluida España–, Belgrano y los otros dos vuelven
tras fracasar en el objetivo. Sacan entonces ‘de la galera’ el ‘conejo’ que el
Directorio y el Congreso de Tucumán venían cocinando con la complicidad de la
corte portuguesa residente en Río de Janeiro: coronar a un descendiente inca
(el candidato era un octogenario descendiente de Túpac Amaru que estaba preso
hacía décadas en una isla perdida y ni siquiera hablaba castellano), ‘figurita
decorativa’ que sería vinculada matrimonialmente, oh casualidad, con una
princesa de la casa Braganza (la de la Carlota residente en Brasil).
Tres
días antes de la declaración de la independencia, el 6 de julio de 1816,
Belgrano informaba sobre la necesidad de “monarquizarlo todo” y arma barullo
con lo del rey inca. Aclara también que el Rey Juan de Portugal era “pacífico y
enemigo de conquistas”: mientras Belgrano informaba esto tropas portuguesas
entraban desde Brasil a la Banda Oriental para barrer ‘pacíficamente’ con los
jacobinos de verdad.
Veinte
días después de la declaración de la independencia, el Congreso de Tucumán
blanqueó en una proclama el objetivo cumplido: “Fin de la revolución, principio
del orden”.
Por su
parte, San Martín se mostró totalmente de acuerdo con la idea de un monarca
inca. Claro que no volvió a insistir con el tema cuando tomó Lima,
peligrosamente rodeada de guerrillas indias.
Por el
contrario, desde un primer momento se mostró negociador al extremo, tanto que
recibió duras críticas hasta de Lord Cochrane, quien quería aniquilar sin más a
los realistas. Procuró negociar una independencia manteniendo un rey que, al
igual que en el caso del Río de la Plata, podía ser británico (primera opción),
ruso, austríaco, francés e incluso español. También envío a dos diplomáticos a
Europa con el mismo objetivo, sin éxito.
¿Incoherencia? No. Belgrano, como San Martín,
buscaba preservar sobre todo el orden, la palabra sacrosanta por excelencia. Un
orden que pretendían a favor de los criollos, compartiéndolo parcialmente con
elementos reconvertidos del viejo orden (esto será notorio en Perú).
La
política que San Martín aplicó contra los jacobinos del otro lado de la
cordillera tuvo su correlato aquí en la política que Saavedra, Alvear, Posadas,
Pueyrredón—con la anuencia de Belgrano— condujo, primero al desplazamiento de
Castelli y Artigas, luego de Francisco Borges, Juan Pablo Bulnes, Manuel Dorrego
y cientos de opositores, a muchos de los cuales se deportó a Baltimore, que se
convirtió en un centro político por la independencia de América.
Carlota,
la hermana de Fernando VII a la que se rendían pleitesías y se rogaba tomara el
poder rioplatense, ya en 1809 —instalada en Río de Janeiro—clamaba por una
represión ejemplar contra Chuquisaca y La Paz, donde anidaba “la serpiente de
la democracia”.
Desplazar
a sus competidores españoles y eliminar la amenaza popular: a eso se resume el
juego de pinzas de Belgrano y San Martín.
¿Por qué
el jacobinismo criollo —en toda América— debe ser relativizado?
Hemos
contrastado el período de la independencia de EE.UU. —transcurrido virtualmente
30/40 años antes del latinoamericano— para destacar, en principio, el carácter
infinitamente más radical y revolucionario del primero. Esto vale,
indiscutiblemente, en cuanto a la intransigencia de las ex colonias inglesas
frente a Inglaterra y en cuanto a sus consecuencias, en términos de
transformaciones sociales e instituciones democráticas creadas (lo que no
ocurre en América Latina).
Respecto
a lo primero, digamos que la guerra de independencia norteamericana fue una
guerra revolucionaria que movilizó a grandes masas —especialmente en las
colonias del norte (Massachussets, Filadelfia), como sólo ocurrió en América
Latina muy limitadamente. En cierta medida vale aquí para la banda oriental con
Artigas, en el altiplano boliviano en 1809 cuando el alzamiento de Charcas y,
de conjunto, para el proceso de movilización política que se vivió en el Río de
la Plata frente a las invasiones inglesas (1806/7) y más relativamente hasta la
caída del morenismo y la derrota de Sipe-Sipe (13/8/1811), cuando las élites
porteñas se deshicieron de Castelli. Éstas lo culparon por esa derrota
escondiendo así su escasa voluntad de defender esa región, abandonándola a
merced de la contraofensiva del virrey Abascal y Goyeneche.
La tesis
de nuestro crítico parece negar que la
guerra de independencia “es más profunda” en Norteamérica que la de América
Latina, al señalar que la primera “no es producto de una rebelión, sino de los
intereses sureños que perdían sus ganancias frente a Inglaterra”. El crítico se
equivoca por partida doble: la rebelión norteamericana se inició como una
rebelión en el norte más desarrollado, en Massachussets más precisamente, donde
tuvo lugar un verdadero levantamiento popular que se fue extendiendo y
desarrollando por todas las colonias. El sector colonial que más competía con
Inglaterra no era el sur sino precisamente el norte, más desarrollado. Era éste
el que ponía más en juego. Es imposible abordar en el escaso espacio que
tenemos aquí las contradicciones del proceso revolucionario de las colonias de
Norteamérica. Pero adelantamos una de las más importantes que tendrá enorme
importancia posterior. Aunque el norte más desarrollado (y no esclavista)
acaudilló la revolución, la mayoría de los “padres fundadores” provino del sur
esclavista.
El
segundo aspecto que ilustra sobre la profundidad indiscutiblemente mayor de la
revolución norteamericana tiene que ver, a) con la
liquidación-expropiación-expulsión de la gran propiedad de los wigs ingleses,
poseedores de grandes tierras y que terminó por cerrar cualquier desarrollo
oligárquico en EE.UU.; b) con la instalación de instituciones infinitamente más
democráticas en EE.UU. que las vigentes en todo el siglo XIX en América Latina
—hay que decir en verdad que esas instituciones, en las principales colonias
del norte preexistían al momento de la revolución de independencia. La opresión
inglesa en el norte fue relativamente más benigna en materia de instituciones
políticas (y también religiosas). El protestantismo dominante allí no tuvo los
rasgos oscurantistas tan marcados como los de la iglesia vaticana en
Hispanoamérica —la Inquisición aquí fue nefasta.
Ahora
bien, dicho todo lo anterior. ¿Por qué tampoco vale relativamente para EE.UU.
la caracterización de una ‘revolución jacobina’ aun considerando todo lo
señalado?
Porque
EE.UU. vivió una revolución democrática que ni remotamente rozó la cuestión
racial por excelencia de aquellas ex colonias inglesas. Los nacientes EE.UU.,
relativamente, habían concluido con la cuestión indígena al momento de la
independencia: los pueblos originarios del norte fueron mucho menos numerosos
que los del sur del continente y las 13 colonias fueron corriéndolos (y
exterminándolos) en la medida en que se ampliaba la colonización. El gran
problema que la revolución norteamericana no abordó y que llevará 70/80 años después
a la Guerra de Secesión era el problema negro. EE.UU. a fines del siglo XVIII,
después de la independencia de Haití, se transforma en la principal economía de
base esclavista del planeta. El capitalismo norteamericano se cimentó en la
explotación en gran escala de la esclavitud en cinco de las 13 colonias del
Sur, las más prósperas y de los que salieron, como ya se dijo, los principales
“padres fundadores” y casi todos los presidentes de EE.UU. en sus primeros 50
años. Con excepción de Benjamín Franklin todos los “padres fundadores” de la
democracia norteamericana fueron propietarios de esclavos.
Sólo por
este hecho corresponde bajarle el copete a la exaltación de EE.UU. que
Sarmiento, José Ingenieros y hasta Milcíades Peña hicieron de la gesta norteamericana.
Ciertamente ni siquiera el jacobinismo más ‘puro’ —el de Robespierre— se
caracterizó por su carácter antiesclavista. La declaración de los derechos del
hombre de la ‘grande révolution’ no
rozó siquiera el tema. Napoleón trató a los rebeldes haitianos a sangre y
fuego. Por esto pagó, como le ocurrió en España, el precio de estrepitosas derrotas
cuando en vez de gestas ‘libertarias’ optó por guerras de opresión.
Colofón:
la cuestión de cómo operó la naciente clase burguesa en el continente americano—la
clase llamada a acaudillar una revolución agraria, la industrialización, el
desarrollo del mercado interno; o sea las tareas propias de la revolución
burguesa— es crucial para medir su profundidad. Sintomáticamente, la de EE.UU.
que tuvo el honor deser la primera revolución democrática del continente, una
vez asentada su victoria no fue un trampolín para la extensión de la revolución
burguesa.
Al
contrario, los nacientes EE.UU. brillaron por su ausencia frente a los
levantamientos criollos en el sur del continente: EE.UU. jugó un rol
conservador y hasta reaccionario. Desde que la revolución haitiana (fines del
siglo XVIII) exhibió hasta dónde podía llegar una rebelión negra, EE.UU. dio la
espalda a todas y cada una de las gestas libertarias de América Latina. Fue el
virginiano Monroe, quien en su carácter de presidente de los EE.UU. pronunció
tempranamente (1823) el “América para los americanos”, acuñando la doctrina que
lleva su nombre. Los EE.UU. apuntalaron muy tempranamente, primero la reacción
oligárquica en América Latina. Luego, desde fines del siglo XVIII con el
reemplazo que hizo EE.UU. de España en Cuba (y luego en Puerto Rico) se
transformó durante todo el siglo XX en la mayor fuerza de opresión
colonial/semicolonial del subcontinente.
En
Latinoamérica las clases criollas del subcontinente fueron más timoratas que
las de Norteamérica no porque aquí “tuvieron que manejarse en un fango muy
difícil”. La historia contemporánea es el ‘fango’ de la lucha de clases. Hay
que analizar ésta y no dejarse llevar por fetiches. Vale que la era de la
revolución burguesa, en Norteamérica, se ubique históricamente en el inicio de
uno de sus ciclos más prósperos. Las luchas por la emancipación
latinoamericana, o por lo menos las que emprendieron nuestros criollos, se
corresponden al último período de ese ciclo. En verdad nuestras independencias
se consagran mayormente cuando ya se había iniciado el ciclo de la reacción en
Europa, caído Napoleón. Pero nada es lineal. El thermidoriano Napoleón, guste o no, hizo más por la revolución
burguesa en América Latina que los revolucionarios del norte.
(25 enero 2021)
(CONTINÚA EN LA SEGUNDA PARTE)
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NOTAS
[1] http://signosdeltopo.blogspot.com/2021/01/encarnacion-ezcurra-evita-cristina.html
[2] El Instituto Argentino de la Promoción del
Intercambio creado tras el ascenso de Perón al gobierno, en 1946, apropiándose
de una parte de la renta agraria para la promoción de la industria nacional.
Eso ocurrió mientras los precios internacionales de las materias primas eran
muy altas. Cuando los precios en el mercado mundial cayeron, a la inversa, el
IAPI pasó a subsidiar a los terratenientes.
[3] Todo este capítulo es producto de una
colaboración de Mauricio Fau.
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PUEDE VERSE TAMBIÉN:
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